LAS MIL Y UNA NOCHES. (Anónimo)

¡AQUELLO QUE QUIERA ALAH!
¡EN EL NOMBRE DE ALAH
EL CLEMENTE,
EL MISERICORDIOSO!
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¡La alabanza a Alah, amo del Universo! ¡Y la plegaria y la paz para el príncipe de los enviados,
nuestro señor y soberano Mohamed!
Y, para todos los tuyos, la plegaria y la paz siempre unidas esencialmente hasta el día de la
recompensa.
¡Y después... ! que las leyendas de los antiguos sean una lección para los modernos, a fin de que el
hombre aprenda en los sucesos que ocurren a otros que no son él. Entonces respetará y comparará con
atención las palabras de los pueblos pasados y lo que a él le ocurra y se reprimirá.
Por esto ¡gloria a quien guarda los relatos de los primeros como lección dedicada a los últimos!
De estas lecciones han sido entresacados los cuentos que se llaman Mil noches y una noche, y todo
lo que hay en ellos de cosas extraordinarias y de máximas.

HISTORIA DEL REY SCHAHRIAR Y SU
HERMANO EL REY SCHAHZAMAN

Cuéntase -pero Alah es más sabio, más prudente más poderoso y más benéfico- que en lo que
transcurrió en la antigüedad del tiempo y en lo pasado de la edad, hubo un rey entre los reyes de
Sassan, en las islas de la India y de la China. (1)
Era dueño de ejércitos y señor de auxiliares, de servidores y de un séquito' numeroso. Tenía dos
hijos, y ambos eran heroicos jinetes, pero el mayor valía más aún que el menor. El mayor reinó en los
países, gobernó con justicia entre los hombres y por eso le querían los habitantes del país y del reino.
Llamábase el rey Schahriar.(2) Su hermano, llamado Schahzaman,(3) era el rey de Salamarcanda TIAjam.
Siguiendo las cosas el mismo curso, residieron cada uno en su país, y gobernaron con justicia a sus
ovejas durante veinte años. Y llegaron ambos hasta el límite del desarrollo y el florecimiento.
No dejaron de ser así, hasta que el mayor sintió vehementes deseos de ver a su hermano. Entonces
ordenó a su visir que partiese y volviese con él. El visir contestó: "Escucho y obedezco".
Partió, pues, y llegó felizmente por la gracia de Alah; entró en casa de Schahzaman, le transmitió la
paz, (4) le dijo que el rey Schahriar deseaba ardientemente verle, y que el objeto de su viaje era invitar a
su hermano. El rey Schahzaman contestó: "Escucho y obedezco". Dispuso los preparativos de la partida,
mandando sacar sus tiendas, sus camellos y sus mulos, y que saliesen sus servidores y auxiliares.
Nombró a su visir gobernador del reino y salió en demanda de las comarcas de su hermano.
Pero a medianoche recordó una cosa que había olvidado; volvió a su palacio apresuradamente, y
encontró a su esposa tendida en el lecho abrazada con un negro, esclavo entre los esclavos. Al ver tal
cosa, el mundo se oscureció ante sus ojos.
Y se dijo: "Si ha sobrevenido tal aventura cuando apenas acabo de dejar la ciudad, ¿cuál sería la
conducta de esta libertina si me ausentase algún tiempo para estar con mi hermano?" Desenvainó
inmediatamente su alfanje, y acometiendo a ambos, los dejó muertos sobre los tapices del lecho. Volvió
a salir sin perder una hora ni un instante, y ordenó la marcha de la comitiva. Y viajó de noche hasta
avistar la ciudad de su hermano.
Entonces éste se alegró de su proximidad, salió a su encuentro, y al recibirlo, le deseó la paz. Se
regocijó hasta los mayores límites del contento, mandó adornar en honor suyo la ciudad y se puso a
hablarle lleno de efusión. Pero el rey Schahzaman recordaba la aventura de su esposa, y una nube de
tristeza le velaba la faz. Su tez se había puesto pálida y su cuerpo se había debilitado. Al verle de tal
modo, el rey Schahriar creyó en su alma que aquello se debía a haberse alejado de su reino y de su
país, y lo dejaba estar, sin preguntarle nada. Al fin, un día, le dijo: "Hermano, tu cuerpo enflaquece y tu
cara amarillea". Y el otro respondió: "¡Ay, hermano, tengo en mi interior como una llaga en carne viva!"
Pero no le reveló lo que le había ocurrido con su esposa.
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El rey Schahriar le dijo: "Quisiera que me acompañes a cazar a pie y a caballo, pues así tal vez se
esparciera tu espíritu". El rey Schahzaman no quiso aceptar, y su hermano se fué solo a la cacería.
Había en el palacio unas ventanas que daban al jardín, y habiéndose asomado a una de ellas, el rey
Schahzaman vió cómo se abría una puerta para dar salida a veinte esclavas y veinte esclavos, entre los
cuales avanzaba la mujer del rey Schahriar en todo el esplendor de subelleza. Llegados a un estanque,
se desnudaron, y se mezclaron todos.
Y súbitamente la mujer del rey gritó: "¡Oh, Massaud!"Y en seguida acudió hacia ella un robusto esclavo
negro, que la abrazó.
Ella se abrazó también a él, y entonces el negro la echó al suelo, boca arriba, y la gozó.
.
(1) La geografía es absolutamente vaga y admirable. Sería pues, inútil profundizar.
(2)Dueño de la ciudad. Palabra persa.
(3) Dueño del siglo o del tiempo. Palabra persa.
(4) "Que la paz (o la salvación) sea contigo". Saludo usado entre los musulmanes.
. A tal señal todos los demás esclavos hicieron lo mismo con las mujeres. Y así siguieron largo
tiempo, sin acabar con sus besos, abrazos, copulaciones y cosas semejantes hasta cerca del amanecer
Al ver aquello, pensó el hermano del rey: "¡Por Alah! Más ligera es mi calamidad que esta otra".
Inmediatamente, dejando que se desvaneciese su aflicción, se dijo: "¡En verdad, esto es más enorme
que cuanto me ocurrió a mí!" Y desde aquel momento volvió a comer y beber cuanto pudo.
A todo esto, el rey, su hermano, volvió de su excursión, y ambos se desearon la paz íntimamente.
Luego el rey Schahriar observó que su hermano el rey Schahzaman acababa de recobrar el buen color,
pues su semblante había adquirido nueva vida, y advirtió también que comía con toda su alma después
de haberse alimentado parcamente en los primeros días.
Se asombró de ello, y dijo: "Hermano, poco ha te veía amarillo de tez y ahora has recuperado los
colores. Cuéntame qué te pasa". El rey le dijo: "Te contaré la causa de mi anterior palidez, pero
dispénsame de referirte el motivo de haber recobrado los colores". El rey replicó: "Para entendernos,
relata primeramente la causa de tu pérdida de color y tu debilidad". Y se explicó de este modo: "Sabrás,
her, mano, que cuando enviaste tu visir para requerir mi presencia, hice mis preparativos de marcha, y
salí de la ciudad. Pero después me acordé de la joya que te destinaba y que te di al llegar a tu palacio.
Volví, pues, y encontré a mi mujer acostada con un esclavo negro, durmiendo en los tapices de mi cama.
Los maté a los dos, y vine hacia ti, muy atormentado por el recuerdo de tal aventura. Este fué el motivo
de mi primera palidez y de mi enflaquecimiento. En cuanto a la causa de haber recobrado mi buen color,
dispénsame de mencionarla".
Cuando su hermano oyó estas palabras, le dijo: "Por Alah, te conjuro a que me cuentes la causa de
haber recobrado tus colores".
Entonces el rey Schahzaman le refirió cuanto había visto. El rey Schahriar dijo: "Ante todo, es
necesario que mis ojos vean semejante cosa". Su hermano le respondió: "Finge que vas de caza, pero
escóndete en mis aposentos y serás testigo del espectáculo; tus ojos lo contemplarán".
Inmediatamente, el rey mandó que el pregonero divulgase la orden de marcha. Los soldados
salieron con sus tiendas fuera de la ciudad. El rey marchó también, se ocultó en su tienda y dijo a sus
jóvenes esclavos: "¡Que nadie entre!" Luego se disfrazó, salió a hurtadillas y se dirigió al palacio. Llegó a
los aposentos de su hermano, y se asomó a la ventana que daba al jardín. Apenas había pasado una
hora, cuando salieron las esclavas, rodeando a su señora, y tras ellas los esclavos. E hicieron cuanto
había contado Schahzaman, pasando en tales juegos hasta el asr.(1)
Cuando vió estas cosas el rey Schahriar, la razón se ausentó de su cabeza, y dijo a su hermano:
"Marchemos para saber cuál es nuestro destino en el camino de Alah, porque nada de común debemos
tener con la realeza hasta encontrar a alguien que haya sufrido una aventura semejante a la nuestra. Si
no, la muerte sería preferible a nuestra vida". Su hermano le contestó lo que era apropiado y ambos
salieron por una puerta secreta del palacio. Y no cesaron de caminar día y noche, hasta que por fin
llegaron a un árbol, en medio de una solitaria pradera, junto a la mar salada. En aquella pradera había un
manantial de agua dulce. Bebieron de ella y se sentaron a descansar.
. Apenas había transcurrido una hora del día, cuando el mar empezó a agitarse. De pronto brotó de
él una negra columna de humo, que llegó hasta el cielo y se dirigió después hacia la pradera. Los reyes,
asustados, se subieron a la cima del árbol, que era muy alto, y se pusieron a mirar lo que tal cosa
pudiera ser. Y he aquí que la columna de humo se convirtió en un efrit (2) de elevada estatura, poderoso
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de hombros y robusto de pecho. Llevaba un arca sobre la cabeza. Puso el pie en el suelo, y se dirigió
hacia el árbol y se sentó debajo de él. Levantó entonces la tapa del arca, sacó de ella una caja, la abrió,
y apareció en seguida una encantadora joven, de espléndida hermosura, luminosa lo mismo que el sol,
como dijo el poeta:
¡Antorcha en las tinieblas, ella aparece y es el día! ¡Ella aparece y con su luz se iluminan las
auroras!
¡Los soles irradian con su claridad y las lunas con las sonrisas de sus ojos !
¡Que los velos de su misterio se rasguen, e inmediatamente las criaturas se prosternan
encantados a sus pies!
¡Y ante los dulces relámpagos de su mirada, el rocío de las lágri-mas de pasión humedece
todos los párpados!!
(1)Asr: parte del día en que empieza a declinar el sol (2) Efrit: astuto, sinónimo de genio
Después que el efrit hubo contemplado a la hermosa joven, le dijo: "¡Oh soberana de las sederías!
¡Oh tú, a quien rapté el mismo día de tu boda! Quisiera dormir un poco". Y el efrit colocó la cabeza
en las rodillas de la joven y se durmió.
Entonces la joven levantó la cabeza hacia la copa del árbol y vió ocultos en las ramas a los dos
reyes. En seguida apartó de sus rodillas la cabeza del efrit, la puso en el suelo, y les dijo por señas:
"Bajad, y no tengáis miedo de este efrit". Por señas, le respondieron: "¡Por Alah sobre ti! ¡Dispénsanos
de lance tan peligroso!"
Ella les dijo: "¡Por Alah sobre vosotros! Bajad en seguida si no queréis que avise al efrit, que os
dará la peor muerte". Entonces, asustados, bajaron hasta donde estaba ella, que se levantó para
decirles: "Traspasadme con vuestra lanza de un golpe duro y violento; si no, avisaré al efrit".
Schahriar, movido del espanto, dijo a Schahzaman: "Hermano, sé el primero en hacer lo que ésta
manda". El otro repuso: "No lo haré sin que antes me des el ejemplo tú, que eres. mayor". Y ambos
empezaron a invitarse mutuamente, haciéndose con los ojos señas de copulación. Pero ella les dijo:
"¿Para qué tanto guiñar los ojos? Si no venís y me obedecéis, llamo inmediatamente al efrit". Entonces,
por miedo al efrit hicieron con ella lo que les había pedido. Cuando los hubo agotado, les dijo: "¡Qué
expertos sois los dos!"
Sacó del bolsillo un saquito y del saquito un collar compuesto de quinientas setenta sortijas con
sellos, y les preguntó: "¿Sabéis lo que es esto?" Ellos contestaron: "No lo sabemos". Entonces les
explicó la joven: "Los dueños de estos anillos me han poseído todos junto a los cuernos insensibles de
este efrit. De suerte que me vais a dar vuestros anillos". Lo hicieron así, sacándoselos de los dedos, y
ella entonces les dijo: "Sabed que este efrit me robó la noche de mi boda; me encerró en esa caja, metió
la caja en el arca, le echó siete candados y la arrastró al fondo del mar, allí donde se combaten las olas.
Pero no sabía que cuando desea alguna cosa una mujer no hay quien la venza.
Ya lo dijo el poeta:
¡Amigo: no te fíes de la mujer; ríete de sus promesas! Su buen o mal humor depende de los
caprichos de su vulva!
¡Prodigan amor falso cuando la perfidia las llena y forma como la trama de sus vestidos!
¡Recuerda respetuosamente las Palabras de Yusu f ! ¡Y no olvides que Eblis hizo que
expulsaran a Adán por causa de la Mujer!
¡No te confíes, amigo! ¡Es inútil! ¡Mañana, en aquella que creas más segura, sucederá al amor
puro una pasión loca!
Y no digas: "¡Si me enamoro, evitaré las locuras de los enamorados!" ¡No lo digas! ¡Sería
verdaderamente un prodigio único ver salí. a un hombre sano y salvo de la seducción de las
mujeres!
Los dos hermanos, al oír estas palabras, se maravillaron hasta más no poder, y se dijeron uno a
otro: "Si éste es un efrit, y a pesar de su poderío le han ocurrido cosas más enormes que a nosotros,
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esta aventura debe consolarnos". Inmediatamente se despidieron de la joven y regresaron cada uno a su
ciudad.
En cuanto el rey Schahriar entró en su palacio, mandó degollar a su esposa, así como a los esclavos
y esclavas. Después ordenó a su visir que cada noche le llevase una joven que fuese virgen. Y cada
noche arrebataba a una su virginidad. Y cuando la noche había transcurrido mandaba que la matasen.
Así estuvo haciendo durante tres años, y todo eran lamentos y voces de horror. Los hombres huían con
las hijas que les quedaban. En la ciudad no había ya ninguna doncella que pudiese servir para los
asaltos de este cabalgador.
En esta situación el rey mandó al visir que, como de costumbre, le trajese una joven. El visir, por
más que buscó, no pudo encontrar ninguna, y regresó muy triste a su casa, con el alma transida de
miedo ante el furor del rey. Pero este visir tenía dos hijas de gran hermosura, que poseían todos los
encantos, todas las perfecciones y eran de una delicadeza exquisita.
La mayor se llamaba Schehrazada, y el nombre de la menor era Doniazada: (1)
(1) Schehrazada: "Hija de la ciudad". Doniazada: "Hija del mundo
La mayor, Schehrazada, había leído los libros, los anales, las leyendas de los reyes antiguos y las
historias de los pueblos pasados.
Dicen que poseía también mil libros de crónicas referentes a los pueblos de las edades remotas, a
los reyes de la antigüedad y sus poetas. Y era muy elocuente y daba gusto oírla.
Al ver a su padre, le habló así: "¿Por qué te veo tan cambiado, soportando un peso abrumador de
pesadumbres y aflicciones... ? Sabe, padre, que el poeta dice: "¡Oh tú, que te apenas, consuélate! Nada
es duradero, toda alegría se desvanece y todo pesar se olvida".
Cuando oyó estas palabras el visir, contó a su hija cuanto había ocurrido, desde el principio al fin,
concerniente al rey. Entonces le dijo Schehrazada: "Por Alah. padre, cásame con el rey, porque si no me
mata, seré la causa del rescate de las hijas de los muslemini (musulmanes) y podré salvarlas de entre
las manos del rey". Entonces el visir contestó: "¡Por Alah sobre ti! No te expongas nunca a tal peligro".
Pero Schehrazada repuso: "Es imprescindible que así lo haga". Entonces le dijo su padre: "Cuidado no te
ocurra lo que les ocurrió al asno y al buey con el labrador. Escucha su historia:

 HISTORIA DE SINDBAD EL MARINO'' (1)

Y acto seguido comenzó a narrar Schehrazada:
He llegado a saber que, en tiempo del califa Harún Al-Raschid, vivía en la ciudad de Bagdad un
hombre llamado Sindbad el Cargador. Era de condición pobre, y para ganarse la vida acostumbraba
transportar bultos en su cabeza. Un día entre los días hubo de llevar cierta carga muy pesada; y aquel
día precisamente sentíase un calor tan excesivo, que sudaba el cargador, abrumado por el peso que
llevaba encima. Intolerable se había hecho ya la temperatura, cuando el cargador pasó por delante de la
puerta de una casa que debía pertenecer a algún mercader rico, a juzgar por el suelo bien barrido y
regado alrededor con agua de rosas. Soplaba allí una brisa gratísima, y cerca de la puerta aparecía un
ancho banco para sentarse. Al verlo, el cargador Sindbad soltó su carga sobre el banco en cuestión, con
objeto de descansar y respirar aquel aire agradable, sintiendo a poco que desde la puerta llegaba a él un
aura pura y mezclada con delicioso aroma; y tanto le deleitó, que fué a sentarse en un extremo del
banco. Entonces advirtió un concierto de laúdes e instrumentos diversos, acompañados por magníficas
voces que cantaban canciones en un lenguaje escogido; y advirtió también píos de aves canoras que
glorificaban de modo encantador a Alah el Altísimo; distinguió, entre otros, acentos de tórtolas, de
ruiseñores, de mirlos, de bulbuls, de palomas de collar y de perdices domésticas. Maravillóse mucho, e
impulsado por el placer enorme que todo aquello le causaba, asomó la cabeza por la rendija abierta de la
puerta y vió en el fondo un jardín inmenso, donde se apiñaban servidores jóvenes, y esclavos, y criados,
y gente de todas calidades, y había allí cosas que no se encontraría más que en alcázares de reyes y
sultanes.
Tras esto llegó hasta él una tufarada de manjares realmente admirables y deliciosos, a la cual se
mezclaba todo género de fragancias exquisitas procedentes de diversas vituallas y bebidas de buena
calidad. Entonces no pudo por menos de suspirar, y alzó al cielo los ojos y exclamó:
(1) (El traductor introduce en este volumen y en los siguientes alguna modificación, justificada por
ciertas divergencias entre los textos árabes, respecto al orden que propúsose en un principio que se
sucedieran los cuentos. Por lo tanto se ha puesto aquí la HISTORIA DE SINDBAD, aunque
primitivamente no debía aparecer hasta más adelante. - J. C. M.)
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"¡Gloria a Ti, Señor Creador, ¡oh Donador! ¡Sin calcular, repartes cuantos dones te placen, ¡oh Dios
mío! ¡Pero no creas que clamo a ti para pedirte cuentas de tus actos o para preguntarte acerca de tu
justicia y de tu voluntad, porque a la criatura le está vedado interrogar a su dueño omnipotente! Me limito
a observar. ¡Gloria a ti! ¡Enriqueces o empobreces, elevas o humillas, conforme a tus deseos, y siempre
obras con lógica, aunque a veces no podamos comprenderla! ¡He ahí al amo de esta casa ... ¡Es dichoso
hasta los límites extremos de la felicidad! ¡Disfruta las delicias de esos aromas encantadores, de esas
fragancias agradables, de esos manjares sabrosos, de esas bebidas superiormente deliciosas! ¡Vive
feliz, tranquilo y contentísimo, mientras otros, como yo, por ejemplo, nos hallamos en el último confín de
la fatiga y la miseria!"
Luego apoyó el cargador su mano en la mejilla, y a toda voz cantó los siguientes versos que iba
improvisando:
¡ Suele ocurrir que un desgraciado sin albergue se despierte de pronto a la sombra de un
palacio creado por su destino! ¡Pero ay, yo cada mañana me despierto más miserable que la
víspera!
¡Por instantes aumenta mi infortunio, como la carga que a mi espalda pesa fatigosa, en tanto
que otros viven dichosos y contentos en el seno de los bienes que la suerte les prodiga!
¿Cargó nunca el Destino la espalda de un hombre con carga parecida a la aguantada por mi
espalda...? ¡Sin embargo, no dejan de ser mis semejantes otros que están ahítos de honores y
reposo!
¡ Y aunque no dejan de ser mis semejantes, entre ellos y yo, puso la suerte alguna diferencia,
pareciéndome yo a ellos como el vinagre amargo y rancio se parece al vino!
¡Pero no pienses que te acuso en lo más mínimo, oh mi Señor, porque nunca haya gozado yo
de tu largueza! ¡Eres grande, magnánimo y justo, y bien sé que juzgas con sabiduría!
Al concluir de cantar tales versos, Sindbad el Cargador se levantó y quiso poner de nuevo la carga
en su cabeza, continuando su camino, cuando se destacó en la puerta del palacio y avanzó hacia él un
esclavito de semblante gentil, de formas delicadas y vestiduras muy hermosas, que, cogiéndole de la
mano, le dijo:
"Entra a hablar con mi amo, que desea verte".
Muy intimidado, el cargador intentó encontrar cualquier excusa que le dispensase de seguir al joven
esclavo, mas en vano. Dejó, pues, su cargamento en el vestíbulo, y penetró con el niño en el interior de
la morada.
Vió una casa espléndida, llena de personas graves y respetuosas, y en el centro de la cual se abría
una gran sala, donde le introdujeron. Se encontró allí ante una asamblea numerosa compuesta de
personajes que parecían honorables, y debían ser convidados de importancia. También encontró allí
flores de toda especie, perfumes de todas clases, confituras secas de todas calidades, golosinas, pastas
de almendras, frutas maravillosas y una cantidad prodigiosa de bandejas cargadas con corderos asados
y manjares suntuosos, y más bandejas cargadas con bebidas extraídas del zumo de las uvas. Encontró
asimismo instrumentos armónicos que sostenían en sus rodillas unas esclavas muy hermosas, sentadas
ordenadamente en el sitio asignado a cada una.
En medio de la sala, entre los demás convidados, vislumbró el cargador a un hombre de rostro
imponente y digno, cuya barba blanqueaba a causa de los años, cuyas facciones eran correctas y
agradables a la vista, y cuya fisonomía toda denotaba gravedad, bondad, nobleza y grandeza.
Al mirar todo aquello, el cargador Sindbad ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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Y CUANDO LLEGO LA 291ª NOCHE
Ella dijo:
... Al mirar todo aquello, el cargador Sindbad quedó sobrecogido, y se dijo: "¡Por Alah! ¡Esta morada
debe ser un palacio del país de los genios poderosos, o la residencia de un rey muy ilustre o de un
sultán!" Luego se apresuró a tomar la actitud que requerían la cortesía y la mundanidad, deseó la paz a
todos los asistentes, hizo votos por ellos, besó la tierra entre sus manos, y acabó manteniéndose de pie,
con la cabeza baja, demostrando respeto y modestia.
Entonces el dueño de la casa le dijo que se aproximara, y le invitó a sentarse a su lado después de
desearle la bienvenida con acento muy amable; le sirvió de comer, ofreciéndole lo más delicado,
y lo más delicioso, y lo más hábilmente condimentado entre todos los manjares que cubrían las
bandejas. Y no dejó Sindbad el Cargador de hacer honor a la invitación luego de pronunciar la fórmula
invocadora. Así es que comió hasta hartarse; después dió las gracias a Alah, diciendo: "¡Loores a El
siempre!" Tras de lo cual, se lavó las manos y agradeció a todos los convidades su amabilidad.
Solamente entonces dijo el dueño de la casa al cargador, siguiendo la costumbre que no permite
hacer preguntas al huésped más que cuando se le ha servido de comer y beber: "¡Sé bienvenido, y obra
con toda libertad! ¡Bendiga Alah tus días! Pero ¿puedes decirme tu nombre y profesión, oh huésped
mío?"
Y contestó el otro: "¡Oh señor! me llamo Sindbad el Cargador, y mi profesión consiste en transportar
bultos sobre mi cabeza mediante un salario". Sonrió el dueño de la casa, y le dijo: "¡Sabe, ¡oh cargador!
que tu nombre es igual que mi nombre, pues me llamo Sindbad el Marino!"
Luego continuó: "¡Sabe también, ¡oh cargador! que si te rogué que vinieras aquí fué para oírte
repetir las hermosas estrofas que cantabas cuando estabas sentado en el banco ahí fuera!"
A estas palabras sonrojóse el cargador, y dijo: "¡Por Alah sobre ti! ¡No me guardes rencor a causa
de tan desconsiderada acción, ya que las penas, las fatigas y las miserias, que nada dejan en la mano,
hacen descortés, necio e insolente al hombre!"
Pero Sindbad el Marino dijo a Sindbad el Cargador: "No te avergüences de lo que cantaste, ni te
turbes, porque en adelante serás mi hermano. ¡Sólo te ruego que te des prisa a cantar esas estrofas que
escuché y me maravillaron mucho!" Entonces cantó el cargador las estrofas en cuestión, que gustaron
en extremo a Sindbad el Marino.
Concluídas que fueron las estrofas, Sindbad el Marino se encaró con Sindbad el Cargador, y le dijo:
"¡Oh cargador! sabe que yo también tengo una historia asombrosa, y que me reservo el derecho de
contarte a mi vez.
Te explicaré, pues, todas las aventuras que me sucedieron y todas las pruebas que sufrí antes de
llegar a esta felicidad y de habitar este palacio. Y verás entonces a costa de cuán terribles y extraños
trabajos, a costa de cuántas calamidades, de cuántos males y de cuántas desgracias iniciales adquirí
estas riquezas en medio de las que me ves vivir en mi vejez.
Sin duda ignoras los siete viajes extraordinarios que he realizado, y cómo cada cual de estos viajes
constituye por sí sólo una cosa tan prodigiosa, que únicamente con pensar en ella queda uno
sobrecogido y en el límite de todos los estupores. ¡Pero cuanto voy a contarte a ti y a todos mis
honorables invitados no me sucedió, en suma, más que porque el Destino lo había dispuesto de
antemano y porque toda cosa escrita debe acaecer, sin que sea posible rehuirla o evitarla!"

LA PRIMERA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD EL MARINO, QUE TRATA DEL PRIMER
VIAJE

"Sabed todos vosotros, ¡oh señores ilustrísimos, y tú, honrado cargador, que te llamas como yo,
Sindbad! que mi padre era un mercader de rango entre los mercaderes. Había en su casa numerosas
riquezas, de las cuales hacía uso sin cesar para distribuir a los pobres dádivas con largueza, si bien con
prudencia, ya que a su muerte me dejó muchos bienes, tierras y poblados enteros, siendo yo muy
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pequeño todavía.
Cuando llegué a la edad de hombre, tomé posesión de todo aquello, y me dediqué a comer
manjares extraordinarios y a beber bebidas extraordinarias, alternando con la gente joven, y
presumiendo de trajes excesivamente caros, y cultivando el trato de amigos y camaradas.
Estaba convencido de que aquello había de durar siempre, para mayor ventaja mía. Continué
viviendo mucho tiempo así, hasta que un día, curado de, mis errores y vuelto a mi razón, hube de notar
que mis riquezas habíanse disipado, mi condición había cambiado y mis bienes habían huído. Entonces
desperté completamente de mi inacción, sintiéndome poseído por el temor y el espanto de llegar a la
vejez un día sin tener qué ponerme.
También entonces me vinieron a la memoria estas palabras que mi difunto padre se complacía en
repetir, palabras de nuestro Señor Soleimán ben-Daud (¡con ambos la plegaria y la paz!) :
Hay tres cosas preferibles a otras tres: el día en que se muere es menos penoso que el día en
que se nace, un perro vivo vale más que un león muerto, y la tumba es mejor que la pobreza.
Tan pronto como me asaltaron estos pensamientos, me levanté, reuní lo que me restaba de muebles
y vestidos, y sin pérdida de momento lo vendí en la moneda pública con los residuos de mis bienes,
propiedades y tierras. De ese modo me hice con la suma de tres mil dracmas ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 292ª NOCHE
Ella dijo:
... me hice con la suma de tres mil dracmas, y enseguida se me antojó viajar por las comarcas y
países de los hombres, porque me acordé de las palabras del poeta, que ha dicho:
¡Las penas hacen más hermosa aún la gloria que se adquiere! ¡La gloria de los humanos es
la hija inmortal de muchas noches pasadas sin dormir!
¡Quien desea encontrar el tesoro sin igual de las perlas del mar, blancas, grises o rosadas,
tiene que hacerse buzo antes de conseguirlas!
¡A la muerte llegaría en su esperanza vana, quien quisiera alcanzar la gloria sin esfuerzo!
Así, pues, sin tardanza corrí al zoco, donde tuve cuidado de comprar mercancías diversas y
pacotillas de todas clases. Lo transporté inmediatamente todo a bordo de un navío, en el que se
encontraban ya dispuestos a partir otros mercaderes, y con el alma deseosa de marinas andanzas, vi
cómo se alejaba de Bagdad el navío y descendía por el río hasta Bassra, yendo a parar al mar.
En Bassra el navío dirigió la vela hacia alta mar, ¡y entonces navegamos durante días y noches,
tocando en islas y en islas, y entrando en un mar después de otro mar, y llegando a una tierra después
de otra tierra! Y en cada sitio en que desembarcábamos vendíamos unas mercancías para comprar
otras, y hacíamos trueques y cambios muy ventajosos.
Un día en que navegábamos sin ver tierra desde hacía varios días, vimos surgir del mar una isla que
por su vegetación nos pareció algún jardín maravilloso entre los jardines del Edén. Al advertirla, el
capitán del navío quiso tomar allí tierra, dejándonos desembarcar una vez que anclamos.
Descendimos todos los comerciantes, llevando con nosotros cuantos víveres y utensilios de cocina nos
eran necesarios. Encargáronse algunos de encender lumbre, y preparar la comida, y lavar la ropa, en
tanto que otros se contentaron con pasearse, divertirse y descansar de las fatigas marítimas. Yo fui de
los que prefirieron pasearse y gozar las bellezas de la vegetación que cubría aquellas costas, sin
olvidarme de comer y beber.
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Mientras de tal manera reposábamos, sentimos de repente que temblaba la isla toda con tan ruda
sacudida que fuimos despedidos a algunos pies de altura sobre el suelo.
Y en aquel momento vimos aparecer en la proa del navío al capitán, que nos gritaba con una voz
terrible y gestos alarmantes: "¡Salvaos pronto!, ¡oh pasajeros! ¡Subid enseguida a bordo! ¡Dejadlo todo!
¡Abandonad en tierra vuestros efectos y salvad vuestras almas! ¡Huid del abismo que os espera! ¡Porque
la isla donde os encontráis no es una isla, sino una ballena gigantesca que eligió en medio de este mar
su domicilio desde antiguos tiempos, y merced a la arena marina crecieron árboles en su lomo! ¡La
despertasteis ahora de su sueño, turbasteis su reposo, excitasteis sus sensaciones encendiendo lumbre
sobre su lomo, y hela aquí que se despereza! ¡Salvaos, o si no, nos sumergirá en el mar, que ha de
tragaros sin remedio! ¡Salvaos! ¡Dejadlo todo, que he de partir!"
Al oír estas palabras del capitán, los pasajeros, aterrados, dejaron todos sus efectos, vestidos,
utensilios y hornillas, y echaron a correr hacia el navío, que a la sazón levaba ancla. Pudieron alcanzarlo
a tiempo algunos; otros no pudieron. Porque la ballena se había ya puesto en movimiento, y tras unos
cuantos saltos espantosos se sumergía en el mar con cuanto tenía encima del lomo, y las olas, que chocaban
y se entrechocaban, cerráronse para siempre sobre ella y sobre ellos.
¡Yo fuí de los que se quedaron abandonados encima de la hallena y habían de ahogarse!
Pero Aláh el Altísimo veló por mí y me libró de ahogarme, poniéndome al alcance de la mano una
especie de cubeta grande de madera, llevada allí por los pasajeros para lavar su ropa.
Me aferré primero a aquel objeto, y luego pude ponerme a horcajadas sobre él, gracias a los
esfuerzos extraordinarios de que me hacían capaz el peligro y el cariño que tenía yo a mi alma, que me
era preciosísima. Entonces me puse a batir el agua con mis pies a manera de remos, mientras las olas
jugueteaban conmigo haciéndome zozobrar a derecha y a izquierda.
En cuanto al capitán, se dió prisa a alejarse a toda vela con los que se pudieron salvar, sin ocuparse
de los que sobrenadaban todavía. No tardaron en perecer éstos, mientras yo ponía a contribución todas
mis fuerzas para servirme de mis pies a fin de alcanzar al navío, al cual hube de seguir con los ojos
hasta que desapareció de mi vista, y la noche cayó sobre el mar, dándome la certeza de mi perdición y
mi abandono.
Durante una noche y un día enteros estuve en lucha contra el abismo. El viento y las corrientes me
arrastraron a las orillas de una isla escarpada, cubierta de plantas trepadoras que descendían a lo largo
de los acantilados hundiéndose en el mar. Me así a estos ramajes, y ayudándome con pies y manos
conseguí trepar hasta lo alto del acantilado. Habiéndome escapado de tal modo de una perdición segura,
pensé entonces en examinar mi cuerpo, y vi que estaba lleno de contusiones y tenía los pies hinchados y
con huellas de mordeduras de peces, que habíanse llenado el vientre a costa de mis extremidades. Sin
embargo, no sentía dolor ninguno, de tan insensibilizado como estaba por la fatiga y el peligro que corrí.
Me eché de bruces, como un cadáver, en el suelo de la isla, y me desvanecí, sumergido en un
aniquilamiento total.
Permanecí dos días en aquel estado, y me desperté cuando caía sobre mí a plomo el sol. Quise
levantarme; pero mis pies hinchados y doloridos se negaron a socorrerme, y volví a caer en tierra. Muy
apesadumbrado entonces por el estado a que me hallaba reducido, hube de arrastrarme, a gatas unas
veces y de rodillas otras, en busca de algo para comer. Llegué, por fin, a una llanura cubierta de árboles
frutales y regada por manantiales de agua pura y excelente. Y allí reposé durante varios días, comiendo
frutas y bebiendo en las fuentes.
Así que no tardó mi alma en revivir, reanimándose mi cuerpo entorpecido; que logró ya moverse con
facilidad y recobrar el uso de sus miembros, aunque no del todo, porque vime todavía precisado a
confeccionarme, para andar, un par de muletas que me sostuvieran. De esta suerte pude pasearme
lentamente entre los árboles, comiendo frutas, y pasaba largos ratos admirando aquel país y
extasiándome ante la obra del Todopoderoso.
Un día que me paseaba por la ribera, vi aparecer en lontananza una cosa que me pareció un animal
salvaje o algún monstruo entre los monstruos del mar. Tanto hubo de intrigarme aquella cosa, que, a
pesar de los sentimientos diversos que en mí se agitaban, me acerqué a ella, ora avanzando, ora
retrocediendo. Y acabé por ver que era una yegua maravillosa atada a un poste. Tan bella, era, que
intentó aproximarme más, para verla todo lo cerca posible, cuando de pronto me aterró un grito
espantoso, dejándome clavado en el suelo, por más que mi deseo fuera huir cuanto antes; y en el mismo
instante surgió de debajo de la tierra un hombre, que avanzó a grandes pasos hacia donde yo estaba, y
exclamó: "¿Quién eres? ¿Y de dónde vienes? ¿Y qué motivo te impulsó a aventurarte hasta aquí?"
271
Yo contesté: "¡Oh señor! Sabe que soy un extranjero que iba a bordo de un navío y naufragué con
otros varios pasajeros. ¡Pero Alah me facilitó una cubeta de madera, a la que me así, y que me sostuvo
hasta que fui despedido a esta costa por las olas!"
Cuando oyó mis palabras, cogióme de la mano y me dijo: "¡Sígueme!" Y le seguí. Entonces me hizo
bajar a una caverna subterránea y me obligó a entrar en un salón, en cuyo sitio de honor me invitó a
sentarme, y me llevó algo de comer, porque yo tenía hambre. Comí hasta hartarme y apaciguar mi
ánimo. Entonces me interrogó acerca de mi aventura, y se la conté desde el principio al fin; y se asombró
prodigiosamente. Luego añadí: "¡Por Alah sobre ti, oh dueño mío! no te enfades demasiado por lo que
voy a preguntarte! ¡Acabo de contarte la verdad de mi aventura, y ahora anhelaría saber el motivo de tu
estancia en esta sala subterránea y la causa por que atas sola a esa yegua en la orilla del mar!"
El me dijo: "Sabe que somos varios los que estamos en esta isla, situados en diferentes lugares...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 293ª NOCHE
Ella dijo:
"... Sabe que somos varios los que estamos en esta isla, situados en diferentes lugares, para
guardar los caballos del rey Mihraján. Todos los meses, al salir la luna nueva, cada uno de nosotros trae
aquí una yegua de pura raza, virgen todavía, la ata en la ribera y enseguida se oculta en la gruta
subterránea. Atraído entonces por el olor a hembra, sale del agua un caballo entre los caballos marinos,
que mira a derecha y a izquierda, y al no ver a nadie salta sobre la yegua y la cubre. Luego, cuando ha
acabado su cosa con ella, desciende sus ancas e intenta llevarla consigo. Pero ella no puede seguirle,
porque está atada al poste; entonces relincha muy fuerte él y le da cabezazos y coces, y relincha cada
vez más fuerte. Le oímos nosotros y comprendemos que ha acabado de cubrirla; inmediatamente
salimos por todos lados, y corremos hacia él lanzando grandes gritos, que le asustan y le obligan a
entrar en el mar de nuevo. En cuanto a la yegua, queda preñada y pare un potro o una potra que vale un
tesoro, y que no puede tener igual en toda la faz de la tierra. Y precisamente hoy ha de venir el caballo
marino. Y te prometo que, una vez terminada la cosa, te llevaré conmigo para presentarte a nuestro rey
Mihraján y darte a conocer nuestro país. ¡Bendice, pues, a Alah, que te hizo encontrarme, porque sin mí
morirías de tristeza en esta soledad, sin volver a ver nunca a los tuyos y a tu país y sin que nunca
supiese de ti nadie!"
Al oír tales palabras, di muchas gracias al guardián de la yegua, y continué departiendo con él, en
tanto que el caballo marino salía del agua, saltando sobre la yegua y la cubría. Y cuando hubo terminado
lo que tenía que terminar, descendió de sobre ella y quiso llevársela; mas ella no podía desatarse del
poste, y se encabritaba y relinchaba. Pero el guardián de la yegua se precipitó de la caverna, llamó con
grandes voces a sus compañeros, y provistos todos de hachas, lanzas y escudos, se abalanzaron al
caballo marino, que lleno de terror soltó su presa, y como un búfalo, fué a tirarse al mar y desapareció
bajo las aguas.
Entonces, todos los guardianes, cada uno con su yegua, se agruparon a mi alrededor y me
prodigaron mil amabilidades, y después de facilitarme aún más comida y de comer conmigo, me
ofrecieron una buena montura, y en vista de la invitación que me hizo el primer guardián, me propusieron
que les acompañara a ver al rey su señor. Acepté, desde luego, y partimos todos juntos.
Cuando llegamos a la ciudad, se adelantaron mis compañeros para poner a su señor al corriente de
lo que me había acaecido. Tras de lo cual volvieron a buscarme y me llevaron al palacio; y en uso del
permiso que se me concedió, entré en la sala del trono y fui a ponerme entre las manos del rey Mihraján,
al cual le deseé la paz. Correspondiendo a mis deseos de paz, el rey me dió la bienvenida, y quiso oír de
mi boca el relato de mi aventura. Obedecí enseguida, y le conté cuanto me había sucedido, sin omitir un
detalle.
Al escuchar semejante historia, el rey Mihraján se maravilló, y me dijo: "¡Por Alah, hijo mío, que si tu
suerte no fuera tener una vida larga, sin duda a estas horas habrías sucumbido a tantas pruebas y
sinsabores! ¡Pero da gracias a Alah por tu liberación!" Todavía me prodigó muchas más
272
frases benévolas, quiso admitirme en su intimidad para lo sucesivo, y a fin de darme un testimonio de
sus buenos propósitos con respecto a mí, y de lo mucho que estimaba mis conocimientos marítimos, me
nombró desde entonces director de los puertos y radas de su isla, e interventor de las llegadas y salidas
de todos los navíos.
No me impidieron mis nuevas funciones personarme en palacio todos los días para cumplimentar al
rey, quien de tal modo se habituó a mí, que me prefirió a todos sus íntimos, probándomelo diariamente
con grandes obsequios. Con lo cual tuve tanta influencia sobre él, que todas las peticiones y todos los
asuntos del reino eran intervenidos por mí, para bien general de los habitantes.
Pero estos cuidados no me hacían olvidar mi país ni perder la esperanza de volver a él. Así que
jamás dejaba yo de interrogar a cuantos viajeros y a cuantos marinos llegaban a la isla, diciéndoles si
conocían Bagdad, y hacia qué lado estaba situada. Pero ninguno podía responderme, y todos me
aseguraban que jamás oyeron hablar de tal ciudad, ni tenían noticia del paraje en que se encontrase. Y
aumentaba mi pena paulatinamente al verme condenado a vivir en tierra extranjera, y llegaba a sus
límites mi perplejidad ante estas gentes que, no sólo ignoraban en absoluto el camino que conducía a mi
ciudad, sino que ni siquiera sabían de su existencia.
Durante mi estancia en aquella isla, tuve ocasión de ver cosas asombrosas, y he aquí algunas de
ellas entre mil.
Un día que fui a visitar al rey Mihraján, como era mi costumbre, trabé conocimiento con unos
personajes indios que, tras mutuas zalemas, se prestaron gustosos a satisfacer mi curiosidad, y me
enseñaron que en la India hay gran número de castas, entre las cuales son las dos principales la casta
de los kchatryas, compuesta de hombres nobles y justos que nunca cometen exacciones o actos
reprensibles, y la casta de los bracmanes, hombres puros que jamás beben vino y son amigos de la
alegría, de la dulzura en los modales, de los caballos, del fasto y de la belleza. Aquellos sabios indios me
enseñaron también que las castas principales se dividen en otras setenta y dos castas que no tienen
entre sí relación ninguna. Lo cual hubo de asombrarme hasta el límite del asombro.
En aquella isla tuve asimismo ocasión de visitar una tierra perteneciente al rey Mihraján y que se
llamaba Cabil. Todas las noches se oían en ella resonar timbales y tambores. Y pude observar que sus
habitantes estaban muy fuertes en materia de silogismos y eran fértiles en hermosos pensamientos. De
ahí que se hallasen muy reputados entre viajeros y mercaderes.
En aquellos mares lejanos vi cierto día un pez de cien codos de longitud, y otros peces cuyo rostro
se parecía al rostro de los buhos. En verdad, ¿oh amigos! que aun vi cosas más extraordinarias y
prodigiosas, cuyo relato me apartaría demasiado de la cuestión. Me limitaré a añadir que viví todavía en
aquella isla el tiempo necesario para aprender muchas cosas, y enriquecerme con diversos cambios,
ventas y compras.
Un día, según mi costumbre, estaba yo de pie a la orilla del mar, en el ejercicio de mis funciones, y
permanecía apoyado en mi muleta, como siempre, cuando vi entrar en la rada un navío enorme lleno de
mercaderes. Esperé a que el navío hubiese anclado sólidamente y soltado su escala, para subir a bordo
y buscar al capitán a fin de inscribir su cargamento. Los marineros iban desembarcando todas las
mercancías, que al propio tiempo yo anotaba, y cuando terminaron su trabajo, pregunté al capitán:
"¿Queda aún alguna cosa en tu navío?"
Me contestó: "Aun quedan, ¡oh mi señor! algunas mercancías en el fondo del navío; pero están en
depósito únicamente, porque se ahogó hace mucho tiempo su propietario, que viajaba con nosotros. ¡Y
quisiéramos vender esas mercancías para entregar su importe a los parientes del difunto en Bagdad,
morada de paz!"
Emocionado entonces hasta el último límite de la emoción, excla. mí: "¿Y cómo se llamaba ese
mercader, ¡oh capitán!?" Me contestó: "¡Sindbad el Marino!"
A estas palabras miré con más detenimiento al capitán, y reconocí en él al dueño del navío que se
vió precisado a abandonarnos encima de la ballena. Y grité con toda mi voz: "¡Yo soy Sindbad el
Marino!"
Luego añadí: "Cuando se puso en movimiento la ballena a causa del fuego que encendieron en su
lomo, yo fui de los que no pudieron ganar tu navío y cayeron al agua. Pero me salvé gracias a la cubeta
de madera que habían transportado los mercaderes para lavar allí su ropa. Efectivamente, me puse a
horcajadas sobre aquella cubeta y agité los pies a manera de remos. ¡Y sucedió lo que sucedió con la
venia del Ordenador!"
Y conté al capitán cómo pude salvarme y a través de cuántas vicisitudes había llegado a ejercer las
altas funciones de escriba marítimo al lado del rey Mihraján.
273
Al escucharme, el capitán exclamó: "¡No hay recursos y poder más que en Alah el Altísimo, el
Omnipotente... !"
En ese momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 294ª NOCIiE
Ella dijo:
"¡ ... No hay recursos y poder más que en Alah el Altísimo, el Omnipotente! ¡Ya no queda conciencia
ni honradez en ninguna criatura de este mundo! ¿Cómo osas afirmar que eres Sindbad el Marino, ¡oh
escriba astuto! cuando todos nosotros le vimos por nuestros propios ojos ahogarse con los demás
mercaderes? ¡Vergüenza sobre ti por mentir con impudicia tanta!"
Entonces le contesté: "¡Cierto, ¡oh capitán! que la mentira es la renta de los bellacos! ¡Pero
escúchame, porque voy a probarte que soy Sindbad el ahogado!" Y conté al capitán diversos incidentes
que sólo conocíamos él y yo, y que sobrevinieron durante aquella maldita travesía. El capitán entonces
no dudó ya de mi identidad y llamó a los que iban en el barco, y todos me felicitaron por mi salvamento y
me dijeron: "¡Por Alah, no podemos creer que lograras librarte de perecer ahogado! ¡Alah te concedió
una segunda vida!"
Tras de lo cual apresuróse el capitán a devolverme mis mercancías, que yo hice transportar al zoco
en el mismo momento., después de asegurarme de que no faltaba nada y de que todavía aparecían en
los fardos mi nombre y mi sello.
Una vez en el zoco, abrí mis fardos y vendí mis mercancías con un beneficio de ciento por uno; pero
tuve cuidado de reservarme algunos objetos de valor, que me apresuré a ofrecer como presente al rey
Mihraján.
Le relaté la llegada del capitán del navío, y el rey asombróse en extremo de este acontecimiento
inesperado, y como me quería mucho, no quiso ser menos amable que yo, y a su vez me hizo regalos
inestimables que contribuyeron no poco a enriquecerme completamente. Porque yo me di prisa a vender
todo aquello, realizando así una fortuna considerable qué transporté a bordo del mismo navío donde
había emprendido antes mi viaje.
Efectuado esto, fuí a palacio para despedirme del rey Mihraján y darle gracias por todas sus
generosidades y por su protección. Me despidió con frases muy conmovedoras, y no me dejó partir sin
haberme ofrecido aún más presentes suntuosos y objetos de valor, que ya no me decidí a vender, y que,
por cierto, estáis viendo ahora en esta sala, ¡oh mis honorables invitados! Tuve igualmente cuidado de
llevar conmigo por todo equipaje los perfumes que estáis aspirando aquí: madera de áloe, alcanfor,
incienso y sándalo, productos de aquella isla lejana.
Subí en seguida a bordo y a poco dióse a la vela el navío con la autorización de Alah. Porque nos
favoreció la Fortuna y nos ayudó el Destino en aquella travesía, que duró días y noches, y por último,
una mañana llegamos con salud a la vista de Bassra, donde no nos detuvimos más que muy escaso
tiempo, para ascender por el río y entrar al fin, con el alma regocijada, en la ciudad de paz, Bagdad, mi
tierra.
Cargado de riquezas y con la mano pronta para las dádivas, llegué a mi calle así, y entré en mi casa,
donde volví a ver con buena salud a mi familia y a mis amigos. Y al punto compré gran cantidad de
esclavos de uno y otro sexo, mamalik, mujeres hermosas, negros, tierras, casas y propiedades, como no
tuve nunca, ni aun cuando murió mi padre. Con esta nueva vida olvidé las vicisitudes pasadas, las penas
y los peligros sufridos, la tristeza del destierro, los sinsabores y fatigas del viaje. Tuve amigos numerosos
y deliciosos, y durante largo tiempo viví una vida llena de agrado y de placeres y exenta de
preocupaciones y molestias, disfrutando con toda mi alma de cuanto me gustaba y comiendo manjares
admirables y bebiendo bebidas deliciosas.
¡Y tal es el primero de mis viajes!
Pero mañana, si Alah quiere, os contaré, ¡oh invitados míos! el segundo de los siete viajes que
emprendí, y que es bastante más extraordinario que el primero".
274
Y Sindbad el Marino se encaró con Sindbad el Cargador y le rogó que cenase con él. Luego, tras de
haberle tratado con mucho miramiento y afabilidad, hizo que le entregaran mil monedas de oro, y antes
de despedirle le invitó a volver al día siguiente, diciéndole: "¡Para mí, tu urbanidad será siempre un
placer y tus buenos modales una delicia!"
Y contestó Sindbad el Cargador: "¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos! ¡Obedezco con respeto!
¡Y sea continua en tu casa la alegría!, ¡oh señor mío!"
Salió entonces de allí, después de dar las gracias y llevarse consigo el regalo que acababa de
recibir, y retornó a su hogar, maravillándose hasta el límite de la maravilla, y pensó toda la noche en lo
que acababa de escuchar y de experimentar.
Así es que en cuanto amaneció apresuróse a volver a casa de Sindbad el Marino...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 295ª NOCHE
Ella dijo:

... apresuróse a volver a casa de Sindbad el Marino, que le recibió con aire afable, y le dijo: "¡Séate
cosa fácil la amistad aquí! ¡Y la confianza sea contigo!" Y el cargador quiso besarle la mano, y al ver que
Sindbad no consentía en ello, le dijo: "¡Dilate Alah tus días y consolide sobre ti sus beneficios!"
Y como ya habían llegado los demás invitados, comenzaron por sentarse en torno del mantel
extendido en que vertían su grasa los corderos asados y se doraban los pollos rellenos deliciosamente
con pastas de alfónsigos, de nueces y de uvas. Y comieron, y bebieron, y se divirtieron, y se regalaron el
espíritu y el oído escuchando cantar a los instrumentos bajo los dedos expertos de sus tañedores.
Cuando acabaron, habló Sindbad en estos términos, en medio del silencio de los convidados:

LA SEGUNDA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD EL MARINO, QUE TRATA DEL
SEGUNDO VIAJE

Verdaderamente disfrutaba de la más sabrosa vida, cuando un día entre los días me asaltó la idea
de los viajes por las comarcas de los hombres; y de nuevo sintió mi alma con ímpetu el anhelo de correr
y gozar con la vista el espectáculo de tierras e islas, y mirar con curiosidad cosas desconocidas, sin
descuidar jamás la compra y venta por diversos países.
Hice hincapié en este proyecto, y me dispuse a ejecutarlo en seguida. Fui al zoco, donde, mediante
una importante suma de dinero, compré mercancías apropiadas al tráfico que pretendía explotar; las
acondicioné en fardos sólidos y las transporté a la orilla del agua, no tardando en descubrir un navío
hermoso y nuevo, provisto de velas de buena calidad y lleno de marineros, y de un conjunto imponente
de maquinarias de todas formas. Su aspecto me inspiró confianza, y transporté a él mis fardos
inmediatamente, siguiendo el ejemplo de otros varios mercaderes conocidos míos, y con los que no me
disgustaba hacer el viaje.
Partimos aquel mismo día, y tuvimos una navegación excelente. Viajamos de isla en isla y de mar en
mar durante días y noches, y a cada escala íbamos en busca de los mercaderes de la localidad, y de los
notables, y de los vendedores, y de los compradores, y vendíamos y comprábamos, y verificábamos
cambios ventajosos. Y de tal suerte continuábamos navegando, y nuestro destino nos guió a una isla
muy hermosa, cubierta de frondosos árboles, abundante en frutas, rica en flores, habitada por el canto
de los pájaros, regada por aguas puras, pero absolutamente virgen de toda vivienda y de todo ser
humano.
El capitán accedió a nuestro deseo de detenernos unas horas allí, y echó el ancla junto a tierra.
Desembarcamos en seguida, y fuimos a respirar el aire grato en las praderas sombreadas por árboles
275
Donde holgábanse las aves. Llevando algunas provisiones de boca fui a sentarme a orillas de un arroyo
de agua límpida, resguardado del sol por ramajes frondosos, y tuve un placer extremado en comer un
bocado y beber de aquella agua deliciosa. Por si eso fuera poco, una brisa suave modulaba dulces
acordes e invitaba al reposo absoluto. Así es que me tendí en el césped, y dejé que se apoderara de mí
el sueño en medio de la frescura y los aromas del ambiente.
Cuando desperté no vi ya a ninguno de los pasajeros, y el navío había partido sin que nadie se
enterase de mi ausencia. En vano hube de mirar a derecha y a izquierda, adelante y atrás, pues no
distinguí en toda la isla a otra persona que a mí mismo. A lo lejos se alejaba por el mar una vela que muy
pronto perdí de vista.
Entonces quedé sumido en un estupor sin igual e insuperable, y sentí que mi vejiga biliar estaba a
punto de estallar de tanto dolor y tanta pena. Porque ¿qué podía ser de mí en aquella isla, habiendo
dejado en el navío todos mis efectos y todos mis bienes? ¿Qué desastre iba a ocurrirme en esta soledad
desconocida? Ante tan desconsoladores pensamientos, exclamé: "¡Pierde toda esperanza, Sindbad el
Marino! ¡Si la primera vez saliste del apuro merced a circustancias suscitadas por el Destino propicio, no
creas que ocurrirá la mismo siempre, pues, como dice el proverbio, se rompe el jarro cuando se cae
dos veces!"
En tal punto me eché a llorar, gimiendo, lanzando luego gritos espantosos, hasta que la
desesperación se apoderó por completo de mi corazón. Me golpeé entonces la cabeza con las dos
manos, y exclamé todavía: "¿Qué necesidad tenías de viajar ¡oh miserable! cuando en Bagdad vivías
entre delicias? ¿No poseías manjares excelentes, líquidos excelentes y trajes excelentes? ¿Qué te
faltaba para ser dichoso? ¿No fué próspero tu primer viaje?" Entonces me arrojé al suelo de bruces,
llorando ya la propia muerte, y diciendo: "¡Pertenecemos a Alah y hemos de tornar a él!" Y aquel día creí
volverme loco.
Pero como por último comprendí que eran inútiles todos mis lamentos y mi arrepentimiento
demasiado tardío, hube de conformarme con mi destino. Me erguí sobre mis piernas, y tras de haber
andado algún tiempo sin rumbo, tuve miedo de un encuentro desagradable con cualquier animal salvaje
o con un enemigo desconocido, y trepé a la copa de un árbol, desde donde me puse a observar con más
atención a derecha y a izquierda; pero no puede distinguir otra cosa que el cielo, la tierra, el mar, los
árboles, los pájaros, la arena y las rocas. Sin embargo, al fijarme más atentamente en un punto del
horizonte, me pareció distinguir un fantasma blanco y gigantesco.
Entonces me bajé del árbol, atraído por la curiosidad, pero, paralizado de miedo, fui avanzando muy
,lentamente y con mucha cautela hacia aquel sitio. Cuando me encontré más cerca de la masa blanca,
advertí que era una inmensa cúpula, de blancura resplandeciente, ancha de base y altísima. Me
aproximé a ella más aún y la di por completo la vuelta; pero no descubrí la puerta de entrada que
buscaba. Entonces quise encaramarme a lo alto, pero era tan lisa y tan escurridiza, que no tuve
destreza, ni agilidad, ni posibilidad de ascender. Hube de contentarme, pues, con medirla; puse una
señal sobre la huella de mi primer paso en la arena y de nuevo la di vuelta contando mis pasos. Por este
procedimiento supe que su circunferencia exacta era de cincuenta pasos, más bien más que menos.
Mientras reflexionaba sobre el medio de que me valdría para dar con alguna puerta de entrada o
salida de la tal cúpula, advertí que de pronto desaparecía el sol y que el día se tornaba en una noche
negra. Primero lo creí debido a cualquier nube inmensa que pasase por delante del sol, aunque la cosa
fuera imposible en pleno verano. Alcé, pues, la cabeza para mirar la nube que tanto me asombraba, y vi
un pájaro enorme, de alas formidables, que volaba por delante de los ojos del sol, esparciendo la
oscuridad sobre la isla.
Mi asombro llegó entonces a sus límites extremos, y me acordé de lo que en mi juventud me habían
contado viajeros y marineros acerca de un pájaro de tamaño extraordinario, llamado "rokh", que se
encontraba en una isla muy remota y que podía levantar un elefante. Saqué entonces como conclusión
que el pájaro que yo veía debía ser el rokh, y la cúpula blanca a cuyo pie me hallaba debía ser un huevo
entre los huevos de aquel rokh. Pero no bien me asaltó esta idea, el pájaro descendió sobre el huevo y
se posó encima como para empollarlo. ¡En efecto, extendió sobre el huevo sus alas inmensas, dejó
descansando a ambos lados en tierra sus dos patas, y se durmió encima! (¡Bendito El que no duerme en
toda la eternidad!)
Entonces, yo, que me había echado de bruces en el suelo, y precisamente me encontraba debajo de
una de las patas, la cual me pareció más gruesa que el tronco de un árbol añoso, me levanté con viveza,
desenrollé la tela de mi turbante...
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En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGO LA 296ª NOCHE
Ella dijo:
... me levanté enseguida, desenrollé la tela de mi turbante, y luego de doblarla, la retorcí para
servirme de ella como de una soga. La até sólidamente a mi cintura y sujeté ambos cabos con un nudo
resistente a un dedo del pájaro. Porque me dije para mí: "Este pájaro enorme acabará por remontar el
vuelo, con lo que me sacará de esta soledad y me transportará a cualquier punto donde pueda ver seres
humanos. ¡De cualquier modo, el lugar en que caiga será preferible a esta isla desierta, de la que soy
único habitante!"
¡Esto fué todo! ¡Y a pesar de mis movimientos, el pájaro no se cuidó de mi presencia más que si se
tratara de alguna mosca sin importancia o alguna humilde hormiga que por allí se pasease!
Así permanecí todá la noche, sin poder pegar los ojos por temor de que el pájaro echase a volar y
me llevase durante mi sueño. Pero no se movió hasta que fué de día. Sólo entonces se quitó de encima
de su huevo, lanzó un grito espantoso y remontó el vuelo, llevándome consigo. Subió y subió tan alto,
que creí tocar la bóveda del cielo; pero de pronto descendió con tanta rapidez, que ya no sentía yo mi
propio peso, y abatióse conmigo en tierra firme. Se posó en un sitio escarpado, y yo, enseguida, sin
esperar más me apresuré a desatar el turbante, con un gran terror de ser izado otra vez antes de que
tuviese tiempo de librarme de mis ligaduras. Pero conseguí desasirme sin dificultad, y después de estirar
mis miembros y arreglarme el traje, me alejé apresuradamente hasta hallarme fuera del alcance del
pájaro, a quien de nuevo vi elevarse por los aires. Llevaba entonces en sus garras un enorme objeto
negro, que no era otra cosa que una serpiente de inmensa longitud y de forma detestable. No tardó en
desaparecer, dirigiendo hacia el mar su vuelo.
Conmovido en extremo por cuanto acababa de ocurrirme, lancé una mirada en torno de mí y quedé
inmóvil de espanto. Porque me encontraba en un valle ancho y profundo, rodeado por todas partes de
montañas tan altas, que para medirlas con la vista tuve que alzar de tal modo la cabeza, que rodó por mi
espalda mi turbante al suelo. ¡Además, eran tan escarpadas aquellas montañas, que se hacía imposible
subir por ellas, y juzgué inútil toda tentativa en tal sentido!
Al darme cuenta de ello no tuvieron límite mi desolación y mi desesperación, y me dije: "¡Ah, cuánto
más hubiérame valido no abandonar la isla desierta en que me hallaba y que era mil veces preferible a
esta soledad desolada y árida, donde no hay nada que comer ni beber! ¡Allí, al menos, había frutas que
llenaban los árboles y arroyos de agua deliciosa; pero aquí sólo rocas hostiles y desnudas, para morir de
hambre y de sed! ¡Qué calamidad! ¡No hay recurso y poder más que Alah el Omnipotente! ¡Cada vez
que escapo de una catástrofe, es para caer en otra peor y definitiva!"
Enseguida me levanté del sitio en que me encontraba y recorrí aquel valle para explorarle un poco,
observando que estaba enteramente creado con rocas de diamante. Por todas partes a mi alrededor
aparecía sembrado el suelo de diamantitos desprendidos de la montaña y que en ciertos sitios formaban
montones de la altura de un hombre. Comenzaba yo a mirarlos ya con algún interés, cuando me inmovilizó
de terror un espectáculo más espantoso que todos los horrores experimentados hasta entonces.
Entre las rocas de diamantes vi circular a sus guardianes, que eran innumerables serpientes negras,
más gruesas y mayores que palmeras, y cada una de las cuales muy bien podía devorar a un elefante
grande.
En aquel momento comenzaban a meterse en sus antros porque durante el día se ocultaban para
que no las cogiese su enemigo el pájaro rokh, y únicamente salían de noche.
Entonces intenté con precauciones íntimas alejarme de allí, mirando bien dónde ponía los pies y
pensando desde el fondo de mi alma: "¡He aquí lo que ganaste a trueque de haber querido abusar de la
clemencia del Destino, ¡oh Sindbad! hombre de ojos insaciables y siempre vacíos!"
Y presa de un cúmulo de terrores, continué en mi caminar sin rumbo por el valle de diamantes,
descansando de vez en cuando en los parajes que me parecían más resguardados, y así estuve hasta
que llegó la noche.
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Durante todo aquel tiempo me había olvidado por completo de comer y beber, y no pensaba más
que en salir del mal paso y en salvar de las serpientes mi alma. Y he aquí que acabé por descubrir, junto
al lugar en que me dejé caer, una gruta cuya entrada era muy angosta, aunque suficiente para que yo
pudiese franquearla. Avancé, pues, y penetré en la gruta, cuidando de obstruir la entrada con un
peñasco que conseguí arrastrar hasta allí. Seguro ya, me aventuré por su interior, en busca del lugar
más cómodo para dormir, esperando el día, y pensé: "¡Mañana al amanecer saldré para enterarme de lo
que me reserva él Destino!"
Iba ya a acostarme, cuando advertí que lo que a primera vista tomé por una enorme roca negra era
una espantosa serpiente enroscada sobre sus huevos para incubarlos. Sintió entonces mi carne todo
el horror de semejante espectáculo, y la piel se me encogió como una hoja seca y tembló en toda su
superficie; y caí al suelo sin conocimiento, y permanecí en tal estado hasta la mañana.
Entonces, al convencerme de que no había sido devorado todavía, tuve alientos para deslizarme
hasta la entrada, separar la roca y lanzarme fuera, como ebrio, y sin que mis piernas pudieran
sostenerme de tan agotado como me encontraba por la falta de sueño y de comida, y por aquel terror sin
tregua.
Miré a mi alrededor, y de repente vi caer a algunos pasos de mi nariz un gran trozo de carne, que
chocó contra el suelo con gran estrépito. Aturdido al pronto, alcé los ojos luego para ver quién querría
aporrearme con aquélla, pero no vi a nadie.
Entonces me acordé de cierta historia oída antaño en boca de los mercaderes, viajeros y
exploradores de la montaña de diamantes, de la que se contaba que, como los buscadores de diamantes
no podían bajar a este valle inaccesible, recurrían a un medio curioso para procurarse esas piedras
preciosas. Mataban unos carneros, los partían en cuartos y los arrojaban al fondo del valle, donde iban a
caer sobre las puntas de diamantes, que se incrustaban en ellos profundamente.
Entonces se abalanzaban sobre aquella presa los rokh y las águilas gigantescas, sacándola del valle
para llevársela a sus nidos en lo alto de las rocas y que sirviera de sustento a sus crías. Los buscadores
de diamantes se precipitaban entonces sobre el ave, haciendo muchos gestos y lanzando grandes gritos
para obligarla a soltar su presa y a emprender de nuevo el vuelo. Registraban entonces el cuarto de
carne y cogían los diamantes que tenía adheridos.
Asaltóme a la sazón la idea de que podía tratar aún de salvar mi vida y salir de aquel valle que se
me antojó había de ser mi tumba. Me incorporé, pues, y comencé a amontonar una gran cantidad de
diamantes, escogiendo los más gordos y los más hermosos. Me los guardé en todas partes, abarroté con
ellos mis bolsillos, me los introduje entre el traje y la camisa, llené mi turbante y mi calzón, y hasta metí
algunos entre los pliegues de mi ropa. Tras de lo cual, desenrollé la tela de mi turbante, como la primera
vez...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
a
LA SEGUNDA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD EL MARINO QUE TRATA
DEL SEGUNDO VIAJE

(Continuación)

Ella dijo:
...Tras de lo cual, desenrollé la tela de mi turbante, como la primera vez, y me la rodeé a la
cintura, yendo a situarme debajo del cuarto de carne, que até sólidamente a mi pecho con las dos
puntas del turbante.
Permanecí ya algún tiempo en esta posición, cuando súbitamente me sentí llevado por los
aires, como una pluma, entre las garras formidables de un rokh y en compañía del cuarto de carne.
Y en un abrir y cerrar los ojos me encontré fuera del valle, sobre la cúspide de una montaña, en el
nido del rokh, que se dispuso enseguida a despedazar la carne aquella y mi propia carne para
sustentar a sus rokhecillos. Pero de pronto se alzó hacia nosotros un estrépito de gritos que
asustaron al ave y la obligaron a emprender de nuevo el vuelo, abandonándome. Entonces desaté
mis ligaduras y me erguí sobre ambos pies, con huellas de sangre en mis vestidos y en mi rostro.
Vi a la sazón aproximarse al sitio en que yo estaba a un mercader, que se mostró muy
contrariado y asombrado al percibirme. Pero advirtiendo que yo no le quería mal y que ni aun me
movía, se inclinó sobre el cuarto de carne y lo escudriñó, sin encontrar en él los diamantes que
buscaba. Entonces alzó al cielo sus largos brazos y se lamentó, diciendo: "¡Qué desilusión! ¡Estoy
perdido! ¡No hay recurso más que en Alah! ¡Me refugio en Alah contra el Maldito, el Malhechor!" Y
se golpeó una con otra las palmas de las manos, como señal de una desesperación inmensa.
Al advertir aquello, me acerqué a él y le deseé la paz. Pero él, sin corresponder a mi zalema,
me arañó furioso y exclamó: "¿Quién eres? ¿Y de dónde viniste para robarme mi fortuna?" Le
respondí: "No temas nada, ¡oh digno mercader! porque no soy ningún ladrón, y tu fortuna en nada
ha disminuido. Soy un ser humano y no un genio malhechor, como creías, por lo visto. Soy incluso
un hombre honrado entre la gente honrada, y antiguamente, antes de correr aventuras tan
extrañas, yo tenía también el oficio de mercader.
En cuanto al motivo de mi venida a este paraje, es una historia asombrosa, que te contaré al
punto. ¡Pero de antemano, quiero probarte mis buenas intenciones gratificándote con algunos
diamantes recogidos por mí mismo en el fondo de esa cima, que jamás fue sondeada por la vista
humana!"
Saqué enseguida de mi cinturón algunos hermosos ejemplares de diamantes, y se los
entregué, diciéndole: "¡He aquí una ganancia que no habrías osado esperar en tu vida!"
Entonces el propietario del cuarto de carnero manifestó una alegría inconcebible y me dio
muchas gracias, y tras de mil zalemas, me dijo: "¡La bendición está contigo, oh mi señor! ¡Uno solo
de estos diamantes bastaría para enriquecerme hasta la más dilatada vejez! ¡Porque en mi vida
hube de verlos semejantes ni en la corte de los reyes y sultanes!" Y me dio gracias otra vez, y
finalmente llamó a otros mercaderes que allí se hallaban y que se agruparon en torno mío,
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deseándome la paz y la bienvenida. Y les conté mi rara aventura desde el principio hasta el fin.
Pero no sería útil repetirla.
Entonces, vueltos de su asombro los mercaderes, me felicitaron mucho por mi liberación,
diciéndome: "¡Por Alah! ¡Tu destino te ha sacado de un abismo del que nadie regresó nunca!"
Después, al verme extenuado por la fatiga, el hambre y la sed se apresuraron a darme de comer y
beber con abundancia, y me condujeron a una tienda, donde velaron mi sueño, que duró un día
entero y una noche.
A la mañana, los mercaderes me llevaron con ellos, en tanto que comenzaba yo a regocijarme
de modo intenso por haber escapado a aquellos peligros sin precedentes. Al cabo de un viaje
bastante corto, llegamos a una isla muy agradable, donde crecían magníficos árboles de copa tan
espesa y amplia, que con facilidad podrían dar sombra a cien hombres. De estos árboles es
precisamente de los que se extrae la sustancia blanca, de olor cálido y grato, que se llama
alcanfor. A tal fin, se hace una incisión en lo alto del árbol, recogiendo en una cubeta que se pone
al pie el jugo que destila, y que al principio parece como gotas de goma, y no es otra cosa que la
miel del árbol.
También en aquella isla vi al espantable animal que se llama "karkadann" (rinoceronte) y pace
exactamente como pacen las vacas y los búfalos en nuestras praderas. El cuerpo de esa fiera es
mayor que el cuerpo del camello; al extremo del morro tiene un cuerno de diez codos de largo y en
el cual se halla labrada una cara humana. Es tan sólido este cuerno, que le sirve al karkadann para
pelear y vencer al elefante, enganchándole y teniéndole en vilo hasta que muere. Entonces la
grasa del elefante muerto va a parar a los ojos del karkadann, cegándole y haciéndole caer. Y
desde lo alto de los aires se abate sobre ellos el terrible rokh y los transporta a su nido para
alimentar a sus crías.
Vi asimismo en aquella isla diversas clases de búfalos.
Vivimos algún tiempo allí, respirando el aire embalsamado; tuve con ello ocasión de cambiar
mis diamantes por más oro y plata de lo que podría contener la cola de un navío. ¡Después nos
marchamos de allí; y de isla en isla, y de tierra en tierra, y de ciudad en ciudad, admirando a cada
paso la obra del Creador, y haciendo acá y allá algunas ventas, compras y cambios, acabamos por
bordear Bassra, país de bendición, para ascender hasta Bagdad, morada de paz!
Me faltó el tiempo entonces para correr a mi calle y entrar en mi casa, enriquecido con sumas
considerables, dinares de oro y hermosos diamantes que no tuve alma para vender. Y he aquí que,
tras las efusiones propias del retorno entre mis parientes y amigos; no dejé de comportarme
generosamente, repartiendo dádivas a mi alrededor, sin olvidar a nadie.
Luego disfruté alegremente de la vida, comiendo manjares exquisitos, bebiendo licores
delicados, vistiéndome con ricos trajes y sin privarme de la sociedad de las personas deliciosas.
Así es que todos los días tenía numerosos visitantes notables que, al oír hablar de mis aventuras,
me honraban con su presencia para pedirme que les narrara mis viajes y les pusiera al corriente de
lo que sucedía en las tierras lejanas. Y yo experimentaba una verdadera satisfacción
instruyéndoles acerca de tantas cosas, lo que inducía a todos a felicitarme por haber escapado de
tan terribles peligros, maravillándose con mi relato hasta el límite de la maravilla. Y así es como
acaba mi segundo viaje.
¡Pero mañana, oh, mis amigos ! ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló
discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 298ª NOCHE
Ella dijo:
"Pero mañana, ¡oh mis amigos! os contaré las peripecias de mi tercer viaje, el cual, sin duda,
es mucho más interesante y estupefaciente que los dos primeros!"
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Luego calló Sindbad. Entonces los esclavos sirvieron de comer y de beber a todos los
invitados, que se hallaban prodigiosamente asombrados de cuanto acababan de oír. Después
Sindbad el Marino hizo que dieran cien monedas de oro a Sindbad el Cargador, que las admitió,
dando muchas gracias, y se marchó invocando sobre la cabeza de su huésped las bendiciones de
Alah, y llegó a su casa maravillándose de cuanto acababa de ver y de escuchar.
Por la mañana se levantó el cargador Sindbad, hizo la plegaria matinal y volvió a casa del rico
Sindbad, como le indicó éste. Y fui recibido cordialmente y tratado con muchos miramientos, e
invitado a tomar parte en el festín del día y en los placeres, que duraron toda la jornada. Tras de lo
cual, en medio de sus convidados, atentos y graves, Sindbad el Marino empezó su relato de la
manera siguiente:
LA TERCERA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD EL MARINO, QUE TRATA
DEL TERCER VIAJE

Sabed, ¡oh mis amigos! -¡pero Alah sabe las cosas mejor que la criatura!--- que con la
deliciosa vida de que yo disfrutaba desde el regreso de mi segundo viaje, acabé por perder
completamente, entre las riquezas y el descanso, el recuerdo de los sinsabores sufridos y de los
peligros que corrí, aburriéndome a la postre de la inacción monótona de mi existencia en Bagdad.
Así es que mi alma deseó con ardor la mudanza y el espectáculo de las cosas de viaje. Y la misma
afición al comercio, con su ganancia y su provecho, me tentó otra vez.
En el fondo, siempre la ambición es causa de nuestras desdichas. En breve debía yo
comprobarlo del modo más espantoso.
Puse en ejecución inmediatamente mi proyecto, y después de proveerme de ricas mercancías
del país, partí de Bagdad para Bassra.
Allí me esperaba un gran navío lleno ya de pasajeros y mercaderes, todos gente de bien,
honrada, con buen corazón, hombres de conciencia y capaces de servirle a uno, por lo que se
podría vivir con ellos en buenas relaciones. Así es que no dudé en embarcarme en su compañía
dentro de aquel navío; y no bien me encontré a bordo, nos hicimos a la vela con la bendición de
Alah para nosotros y para nuestra travesía.
Bajo felices auspicios comenzó, en efecto, nuestra navegación. En todos los, lugares que
abordábamos hacíamos negocios excelentes, a la vez que nos paseábamos e instruíamos con
todas las cosas nuevas que veíamos sin cesar.
Y nada, verdaderamente, faltaba a nuestra dicha, y nos hallábamos en el límite del desahogo
y la opulencia.
Un día entre los días, estábamos en alta mar, muy lejos de los países musulmanes, cuando de
pronto vimos que el capitán del navío se golpeaba con fuerza el rostro, se mesaba los pelos de la
barba, desgarraba sus vestiduras y tiraba al suelo su turbante, después de examinar durante largo
tiempo el horizonte.
Luego empezó a lamentarse, a gemir y a lanzar gritos de desesperación.
Al verlo, rodeamos todos al capitán, y le dijimos: "¿Qué pasa, ¡oh capitán!?" Contestó: "Sabed,
¡oh pasajeros de paz! que estamos a merced del viento contrario, y habiéndonos desviado de
nuestra ruta, nos hemos lanzado a este mar siniestro. Y para colmar nuestra mala suerte, el
Destino hace que toquemos en esa isla que veis delante de vosotros, y de la cual jamás pudo salir
con vida nadie que arribara a ella. ¡Esa isla es la Isla de los Monos! ¡Me da el corazón que
estamos perdidos sin remedio!"
Todavía no había acabado de explicarse el capitán, cuando vimos que rodeaba al navío una
multitud de seres velludos cual monos, y más innumerable que una nube de langostas, en tanto
que desde la playa de la isla otros monos, en cantidad incalculable, lanzaban chillidos que nos
helaron de estupor. Y no osamos maltratar, atacar, ni siquiera espantar a ninguno de ellos, por
miedo a que se abalanzasen todos sobre nosotros y nos matasen hasta el último, vista su
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superioridad numérica; porque no cabe duda de que la certidumbre de esta superioridad numérica
aumenta el valor de quienes la poseen. No quisimos, pues, hacer ningún movimiento, aunque por
todos lados nos invadían aquellos monos, que empezaban a apoderarse ya de cuanto nos
pertenecía.
Eran muy feos. Eran; incluso, más feos que las cosas más feas que he visto hasta este día de
mi vida. ¡Eran peludos y velludos, con ojos amarillos en sus caras negras; tenían poquísima
estatura, apenas cuatro palmos, y sus muecas y sus gritos resultaban más horribles que cuanto a
tal respecto pudiera imaginarse!
Por lo que afecta a su lenguaje, en vano nos hablaban y nos insultaban chocando las
mandíbulas, ya que no lográbamos comprenderles, a pesar de la atención que a tal fin poníamos.
No tardamos, por desgracia, en verles ejecutar el más funesto de los proyectos. Treparon por los
palos, desplegaron las velas, cortaron con los dientes todas las amarras y acabaron por
apoderarse del timón. Entonces, impulsado por el viento, marchó el navío contra la costa, donde
encalló. Y los monos apoderáronse de todos nosotros, nos hicieron desembarcar sucesivamente,
nos dejaron en la playa, y sin ocuparse más de nosotros para nada embarcaron de nuevo en el
navío, al cual consiguieron poner a flote, y desaparecieron todos en él a lo lejos del mar.
Entonces, en el límite de la perplejidad, juzgamos inútil permanecer de tal modo en la playa
contemplando el mar, y avanzamos por la isla, donde al fin descubrimos algunos árboles frutales y
agua corriente, lo que nos permitió reponer un tanto nuestras fuerzas a fin de retardar lo más
posible una muerte que todos creíamos segura.
Mientras seguíamos en aquel estado, nos pareció ver entre los árboles un edificio muy grande
que se diría abandonado. Sentimos la tentación de acercarnos a él, y cuando llegamos a
alcanzarle, advertimos que era un palacio...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana; v se calló
discretamente
PERO CUANDO LLEGÒ LA 299ª NOCHE
Ella dijo:
... advertimos que era un palacio de mucha altura, cuadrado, rodeado por sólidas murallas y
que tenía una gran puerta de ébano de dos hojas. Como esta puerta estaba abierta y ningún
portero la guardaba, la franqueamos y penetramos enseguida en una inmensa sala tan grande
como un patio. Tenía por todo mobiliario la tal sala enormes utensilios de cocina y asadores de una
longitud desmesurada; el suelo por toda alfombra, montones de huesos, ya calcinados unos, otros
sin quemar aún. Dentro reinaba un olor que perturbó en extremo nuestro olfato. Pero como
estábamos extenuados de fatiga y de miedo, nos dejamos caer cuan largos éramos y nos
dormimos profundamente.
Ya se había puesto el sol, cuando nos sobresaltó un ruido estruendoso, despertándonos de
repente; y vimos descender ante nosotros desde el techo a un ser negro con rostro humano, tan
alto como una palmera, y cuyo aspecto era más horrible que el de todos los monos reunidos. Tenía
los ojos rojos como dos tizones inflamados, los dientes largos y salientes como los colmillos de un
cerdo, una boca enorme, tan grande como el brocal de un pozo, labios que le colgaban sobre el
pecho, orejas movibles como las del elefante y que le cubrían los Hombros, y uñas ganchudas cual
las garras del león.
A su vista, nos llenamos de terror, y después nos quedamos rígidos como muertos. Pero él fué
a sentarse en un banco alto adosado a la pared, y desde allí comenzó a examinarnos en silencio y
con toda atención uno a uno. Tras de lo cual se adelantó hacia nosotros, fue derecho a mí,
prefiriéndome a los demás mercaderes, tendió la mano y me cogió de la nuca, cual podía cogerse
un lío de trapos. Me dio vueltas y vueltas en todas direcciones, palpándome como palparía un
carnicero cualquier cabeza de carnero. Pero sin duda no debió encontrarme de su gusto, liquidado
por el terror como yo estaba y con la grasa de mi piel disuelta por las fatigas del viaje y la pena.
Entonces me dejó, echándome a rodar por el suelo, y se apoderó de mi vecino más próximo y lo
manoseó, como me había manoseado a mí, para rechazarle y luego apoderarse del siguiente. De
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este modo fue cogiendo uno tras de otro a todos los mercaderes, y le tocó ser el último en el turno
al capitán del navío.
Aconteció que el capitán era un hombre gordo y lleno de carne, y naturalmente, era el más
robusto y sólido de todos los hombres del navío. Así es que el espantoso gigante no dudó en
fijarse en él al elegir; le cogió entre sus manos cual un carnicero cogería un cordero, le derribó en
tierra le puso un pie en el cuello y le desnucó con un solo golpe. Empuñó entonces uno de los
inmensos asadores en cuestión y se lo introdujo por la boca, haciéndolo salir por el ano. Entonces
encendió mucha leña en el hogar que había en la sala, puso entre las llamas al capitán ensartado,
y comenzó a darle vueltas lentamente hasta que estuvo en sazón. Le retiró del fuego entonces y
empezó a trincharle en pedazos, como si se tratara de un pollo, sirviéndose para el caso de sus
uñas. Hecho aquello, le devoró en un abrir y cerrar de ojos. Tras de lo cual chupó los huesos,
vaciándolos de la medula, y los arrojó en medio del montón que se alzaba en la sala.
Concluida esta comida, el espantoso gigante fue a tenderse en el banco para digerir, y no
tardó en dormirse, roncando exactamente igual que un búfalo a quien se degollara o como un asno
a quien se incitara a rebuznar. Y así permaneció dormido hasta por la mañana. Le vimos entonces
levantarse y alejarse como había llegado, mientras permanecíamos inmóviles de espanto.
Cuando tuvimos la certeza de que había desaparecido, salimos del silencio que guardamos
toda la noche, y nos comunicamos mutuamente nuestras reflexiones y empezamos a sollozar y
gemir pensando en la suerte que nos esperaba. .
Y con tristeza nos decíamos: "Mejor hubiera sido perecer en el mar ahogados o comidos por
los monos que ser asados en las brasas. ¡Por Alah, que se trata de una muerte detestable! Pero
¿qué hacer? ¡Ha de ocurrir lo que Alah disponga! ¡No hay recurso más que en Alah el
Todopoderoso!"
Abandonamos entonces aquella casa y vagamos por toda la isla en busca de algún escondrijo
donde resguardarnos; pero fue en vano, porque la isla era llana y no había en ella cavernas ni
nada que nos permitiese sustraernos a la persecución. Así es que, como caía la tarde, nos pareció
más prudente volver al palacio.
Pero apenas llegamos, hizo su aparición en medio del ruido atronador el horrible hombre
negro, y después del palpamiento y el manoseo, se apoderó de uno de mis compañeros
mercaderes, ensartándole enseguida, asándole y haciéndole pasar a su vientre, para tenderse
luego en el banco y roncar hasta la mañana como un bruto degollado. Despertóse entonces y se
desperezó, gruñendo
ferozmente, y se marchó sin ocuparse de nosotros y cual si no nos viera.
Cuando partió, como habíamos tenido tiempo de reflexionar sobre nuestra triste situación,
exclamamos todos a la vez: "Vamos a tirarnos al mar para morir ahogados, mejor que perecer
asados y devorados. ¡Porque debe ser una muerte terrible!"
Al ir a ejecutar este proyecto, se levantó uno de nosotros y dijo: "¡Escuchadme, compañeros!
¡No creéis que vale quizás más matar al hombre negro antes de que nos extermine?" Entonces
levanté a mi vez yo el dedo y dije: "¡Escuchadme, compañeros! ¡Caso de que verdaderamente
hayáis resuelto matar al hombre negro, sería preciso antes comenzar por utilizar los trozos de
madera de que está cubierta la playa, con objeto de construirnos una balsa en la cual podamos
huir de esta isla maldita después de librar a la Creación de tan bárbaro comedor de musulmanes!
¡Bordeamos entonces en cualquier isla donde esperaremos la clemencia del Destino, que nos
enviará algún navío para regresar a nuestro país! De todos modos, aunque naufrague la balsa
y nos ahoguemos, habremos evitado que nos asen y no habremos cometido la mala acción de
matarnos voluntariamente. ¡Nuestra muerte será un martirio que se tendrá en cuenta el día de la
Retribución! . . .
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló
discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 300ª NOCHE
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Ella dijo:
¡...Nuestra muerte será un martirio que se tendrá en cuenta el día de la Retribución!" Entonces
exclamaron los mercaderes: "¡Por Alah! ¡Es una idea excelente y una acción razonable!"
Al momento nos dirigimos a la playa y construimos la balsa en cuestión, en la cual tuvimos
cuidado de poner algunas provisiones, tales como frutas y hierbas comestibles; luego volvimos al
palacio para esperar, temblando, la llegada del hombre negro.
Llegó precedido de un ruido atronador, y creímos ver entrar a un enorme perro rabioso.
Todavía tuvimos necesidad de presenciar sin un murmullo cómo ensartaba y asaba a uno de
nuestros compañeros, a quien escogió por su grasa y buen aspecto, tras del palpamiento y manoseo.
Pero cuando el espantoso bruto se durmió y comenzó a roncar de un modo estrepitoso,
pensamos en aprovecharnos de su sueño con objeto de hacerle inofensivo para siempre.
Cogimos a tal fin dos de los inmensos asadores de hierro, y los calentamos al fuego hasta que
estuvieron al rojo blanco; luego los empuñamos fuertemente por el extremo frío, y como eran muy
pesados, llevamos entre varios cada uno. Nos acercamos a él quedamente, y entre todos
hundimos a la vez ambos asadores en ambos ojos del horrible hombre negro que dormía, y
apretamos con todas nuestras fuerzas para que cegase en absoluto.
Debió sentir seguramente un dolor extremado, porque el grito que lanzó fue tan espantoso,
que al oírlo rodamos por el suelo a una distancia respetable. Y saltó él a ciegas, y aullando y
corriendo en todos sentidos, intentó coger a alguno de nosotros. Pero habíamos tenido tiempo de
evitarlo y echarnos al suelo de bruces a su derecha y a su izquierda, de manera que a cada vez
sólo se encontraba con el vacío. Así es que, viendo que no podía realizar su propósito acabó por
dirigirse a tientas a la puerta y salió dando gritos espantosos.
Entonces, convencidos de que el gigante ciego moriría por fin en su suplicio, comenzamos a
tranquilizarnos, y nos dirigimos al mar con paso lento. Arreglamos un poco mejor la balsa, nos
embarcamos en ella, la desamarramos de la orilla, y ya íbamos a remar para alejarnos, cuando
vimos al horrible gigante ciego que llegaba corriendo, guiado por una hembra gigante, todavía más
horrible y antipática que él.
Llegados que fueron a la playa, lanzaron gritos amedrentadores al ver que nos alejábamos;
después cada uno de ellos comenzó a apedrearnos, arrojando a la balsa trozos de peñasco. Por
aquel procedimiento consiguieron alcanzarnos con sus proyectiles y ahogar a todos mis compañeros,
excepto dos. En cuanto a los tres que salimos con vida, pudimos al fin alejarnos y ponernos
fuera del alcance de los peñascos que lanzaban.
Pronto llegamos a alta mar, donde nos vimos a merced del viento y empujados hacia una isla
que distaba dos días de aquella en que creímos perecer ensartados y asados. Pudimos encontrar
allí frutas, con lo que nos libramos de morir de hambre; luego, como la noche era ya avanzada,
trepamos a un gran árbol para dormir en él.
Por la mañana, cuando nos despertamos, lo primero que se presentó ante nuestros ojos
asustados fue una terrible serpiente tan gruesa como el árbol en que nos hallábamos, y que
clavaba en nosotros sus ojos llameantes y abría una boca tan ancha como un horno. Y de pronto
se irguió, y su cabeza nos alcanzó en la copa del árbol. Cogió con sus fauces a uno de mis dos
compañeros y lo engulló hasta los hombros, para devorarle por completo casi inmediatamente. Y al
punto oímos los huesos del infortunado crujir en el vientre de la serpiente, que bajó del árbol y nos
dejó aniquilados de espanto y de dolor.
Y pensamos: "¡Por Alah, este nuevo género de muerte es más detestable que el anterior! La
alegría de haber escapado del asador del hombre negro, se convierte en un presentimiento peor
aún que cuanto hubiéramos de experimentar! ¡No hay recurso más que en Alah!"
Tuvimos enseguida alientos para bajar del árbol y recoger algunas frutas, que comimos,
satisfaciendo nuestra sed con el agua de los arroyos. Tras de lo cual, vagamos por la isla en busca
de cualquier abrigo más seguro que el de la precedente noche, y acabamos por encontrar un árbol
de una altura prodigiosa. Trepamos a él al hacerse de noche, y ya instalados lo mejor posible,
empezábamos a dormirnos, cuando nos despertó un silbido seguido de un rumor de ramas tronchadas,
y antes de que tuviésemos tiempo de hacer un movimiento para escapar, la serpiente
cogió a mi compañero, que se había encaramado por debajo de mí, y de un solo golpe le devoró
hasta las tres cuartas partes. La vi luego enroscarse al árbol, haciendo rechinar los huesos de mi
último compañero hasta que terminó de devorarle. Después se retiró, dejándome muerto de miedo.
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Continué en el árbol sin moverme hasta por la mañana, y únicamente entonces me decidí a
bajar. Mi primer movimiento fue para tirarme al mar con objeto de concluir una vida miserable y
llena de alarmas cada vez más terribles; en el camino me paré, porque mi alma, don precioso, no
se avenía a tal resolución; y me sugirió una idea a la cual debo el haberme salvado.
Empecé a buscar leña, y encontrándola en seguida, me tendí en tierra y cogí una tabla grande
que sujeté a las plantas de mis pies en toda su extensión; cogí luego una segunda tabla que até a
mi costado izquierdo, otra a mi costado derecho, la cuarta me la puse en el vientre, y la quinta, más
ancha y más larga que las anteriores, la sujeté a mi cabeza. De este modo me encontraba rodeado
por una muralla de tablas que oponían en todos sentidos un obstáculo a las fauces de la serpiente.
Realizado aquello, permanecí tendido en el suelo, y esperé lo que me reservaba el Destino.
Al hacerse de noche, no dejó de ir la serpiente. En cuanto me vio, arrojose sobre mí dispuesta
a sepultarme en su vientre; pero se lo impidieron las tablas. Se puso entonces a dar vueltas a mi
alrededor, intentando cogerme por algún lado más accesible; pero no pudo lograr su propósito, a
pesar de todos sus esfuerzos, y aunque tiraba de mí en todas direcciones. Así pasó toda la noche
haciéndome sufrir, y yo me creía ya muerto y sentía en mi rostro su aliento nauseabundo. Al
amanecer me dejó por fin, y se alejó muy furiosa, en el límite de la cólera y de la rabia.
Cuando estuve seguro de que se había alejado del todo...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló
discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 301ª NOCHE
Ella dijo:
...Cuando estuve seguro de que se había alejado del todo, saqué la mano y me desembaracé
de las ligaduras que me ataban a las tablas. Pero había estado en una postura tan incómoda, que
en un principio no logré moverme, y durante varias horas creí no poder recobrar el uso de mis
miembros. Pero al fin conseguí ponerme en pie, y poco a poco pude andar y pasearme por la isla.
Me encaminé hacia el mar, y apenas llegué descubrí en lontananza un navío que bordeaba la isla
velozmente a toda vela.
Al verlo me puse a agitar los brazos y gritar como un loco; luego desplegué la tela de mi
turbante, y atándola a una rama de árbol, la levanté por encima de mi cabeza y me esforcé en
hacer señales
para que me advirtiesen desde el navío.
El destino quiso que mis esfuerzos no resultasen inútiles. No tardé, efectivamente, en ver que
el navío viraba y se dirigía a tierra; y poco después fui recogido por el capitán y sus hombres.
Una vez a bordo del navío, empezaron por proporcionarme vestidos y ocultar mi desnudez, ya
que desde hacía tiempo había yo destrozado mi ropa; luego me ofrecieron manjares para que
comiera, lo cual hice con mucho apetito, a causa de mis pasadas privaciones; pero lo que me llegó
especialmente al alma fue cierta agua fresca en su punto y deliciosa en verdad, de la que bebí
hasta saciarme. Entonces se calmó mi corazón y se tranquilizó mi espíritu, y sentí que el reposo y
el bienestar descendían por fin a mi cuerpo extenuado.
Comencé, pues, a vivir de nuevo tras de ver a dos pasos de mí , la muerte, y bendije a Alah
por su misericordia, y le di gracias por haber interrumpido mis tribulaciones. Así es que no tardé en
reponerme completamente de mis emociones y fatigas, hasta el punto de casi llegar a creer que
todas aquellas calamidades habían sido un sueño. Nuestra navegación resultó excelente, y con la
venia de Alah el viento nos fue favorable todo el tiempo, y nos hizo tocar felizmente en una isla
llamada Salahata, donde debíamos hacer escala, y en cuya rada ordenó anclar el capitán, para
permitir a los mercaderes desembarcar y despachar sus asuntos. -
Cuando estuvieron en tierra los pasajeros, como era el único a bordo que carecía de
mercancías para vender o cambiar, el capitán se acercó a mí y me dijo: "¡Escucha lo que voy a
decirte! Eres un hombre pobre y extranjero, y por ti sabemos cuántas pruebas has sufrido en tu
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vida. ¡Así, pues, quiero serte de alguna utilidad ahora y ayudarte a regresar a tu país, con el fin de
que cuando pienses en mí lo hagas gustoso e invoques para mi persona todas las bendiciones!"
Yo le contesté: "Ciertamente, ¡oh capitán! que no dejaré de hacer votos en tu favor". Y él dijo:
"Sabe que hace algunos años vino con nosotros un viajero que se perdió en una isla en que
hicimos escala. Y desde entonces no hemos vuelto a tener noticias suyas, ni sabemos si ha muerto
o si vive todavía. Como están en el navío depositadas las mercancías que dejó aquel viajero,
abrigo la idea de confiártelas para que, mediante un corretaje provisional sobre la ganancia, las
vendas en esta isla y me des su importe, a fin de que a mi regreso a Bagdad pueda yo entregarlo a
sus parientes o dárselo a él mismo, si consiguió volver a su ciudad".
Y contesté yo: "¡Te soy deudor del bienestar y la obediencia!, ¡oh señor! ¡Y verdaderamente
eres acreedor a mi mucha gratitud, ya que quieres proporcionarme una honrada ganancia!"
Entonces el capitán ordenó a los marineros que sacasen de la cala las mercancías y las
llevaran a la orilla, para que yo me hiciera cargo de ellas. Después llamó al escriba del navío y le
dijo que las contase
y las anotase fardo por fardo. Y contestó el escriba: "¿A quién pertenecen estos fardos y a nombre
de quién debo inscribirlos?" El capitán respondió: "El propietario de estos fardos se llamaba
Sindbad el Marino, Ahora inscríbelos a nombre de ese pobre pasajero y pregúntale cómo se
llama".
Al oír aquellas palabras del capitán, me asombré prodigiosamente, y exclamé: "¡Pero si
Sindbad el Marino soy yo!" Y mirando atentamente al capitán, reconocí en él al que al comienzo de
mi segundo viaje me abandonó en la isla donde me quedé dormido.
Ante descubrimiento tan inesperado, mi emoción llegó a sus últimos límites, y añadí: "¡Oh
capitán! ¿No me reconoces? ¡Soy el pobre Sindbad el Marino, oriundo de Bagdad! ¡Escucha mi
historia! Acuérdate, ¡oh capitán! de que fui yo quien desembarcó en la isla hace tantos años sin
que hubiera vuelto. En efecto, me dormí a la orilla de un arroyo delicioso, después de haber
comido, y cuando desperté ya había zarpado el barco. ¡Por cierto que me vieron muchos
mercaderes de la montaña de diamantes, y podrían atestiguar que soy yo el propio Sindbad el
Marino!"
Aun no había acabado de explicarme, cuando uno de los mercaderes que habían subido por
mercaderías a bordo se acercó a mí, me miró atentamente, y en cuanto terminé de hablar,
palmoteó sorprendido, y exclamó:
"¡Por Alah! Ninguno me creyó cuando hace tiempo relaté la extraña aventura que me acaeció
un día en la montaña de diamantes, donde, según dije, vi a un hombre atado a un cuarto de
carnero y transportado desde el valle a la montaña por un pájaro llamado rokh. ¡Pues bien; he aquí
aquel hombre! ¡Este mismo es Sindbad el Marino, el hombre generoso que me regaló tan
hermosos diamantes!" Y tras de hablar así, el mercader corrió a abrazarme como un hermano
ausente que se encuentra de pronto a su hermano.
Entonces me contempló un instante el capitán del navío y en seguida me reconoció también
por Sindbad el Marino. Y me tomó en sus brazos como lo hubiera hecho con su hijo, me felicitó por
estar con vida todavía, y me dijo: "Por Alah, ¡oh señor! que es asombrosa tu historia y prodigiosa tu
aventura! ¡Pero bendito sea Alah, que permitió nos reuniéramos, e hizo que encontraras
tus mercancías y tu fortuna!"
Luego dio orden de que llevaran mis mercancías a tierra para que yo las vendiese,
aprovechándome de ellas por completo aquella vez. Y, efectivamente, fue enorme la ganancia que
me proporcionaron, indemnizándome con mucho de todo el tiempo que había perdido hasta
entonces.
Después de lo cual, dejamos la isla Salahata y llegamos al país de Sínd, donde vendimos y
compramos igualmente.
En aquellos mares lejanos vi cosas asombrosas y prodigios innumerables, cuyo relato no
puedo detallar. Pero, entre otras cosas, vi un pez que tenía el aspecto de una vaca y otro que
parecía un asno. Vi también un pájaro que nacía del nácar marino y cuyas crías vivían en la
superficie de las aguas, sin volar nunca sobre tierra.
Más tarde continuamos nuestra navegación, con la venia de Alah, y a la postre llegamos a
Bassra, donde nos detuvimos pocos días, para entrar por último en Bagdad.
11
Entonces me dirigí a mi calle, penetré en mi casa, saludé a mis parientes, a mis amigos y a
mis antiguos compañeros, e hice muchas dádivas a viudas y a huérfanos. Porque había regresado
más rico que nunca, a causa de los últimos negocios hechos al vender mis mercancías.
Pero mañana, si Alah quiere, ¡oh amigos míos! os contaré la historia de mi cuarto viaje, que
supera en interés a las tres que acabáis de oír".
Luego Sindbad el Marino, como los anteriores días, hizo que dieran cien monedas de oro a
Sindbad el Cargador, invitándole a volver al día siguiente.
No dejó de obedecer el cargador, y volvió al otro día para escuchar lo que había de contar
Sindbad el Marino cuando terminase la comida...
En este momento de su narración, Scherazada vio aparecer la mañana y se calló
discretamente
Y CUANDO LLEGO LA 302ª NOCHE
Ella dijo:
... para escuchar lo que había de contar Sindabad el Marino cuando terminase la comida.
LA CUARTA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD EL MARINO, QUE TRATA DEL
CUARTO VIAJE

Y dijo Sindbad el Marino:
"Ni las delicias ni los placeres de la vida de Bagdad, ¡ oh amigos míos! me hicieron olvidar los
viajes. Al contrario, casi no me acordaba de las fatigas sufridas y los peligros corridos. Y el alma
pérfida que vivía en mí no dejó de mostrarme lo ventajoso que sería recorrer de nuevo las
comarcas de los hombres. Así es que no pude resistirme a sus tentaciones, y abandonando un día
la casa y las riquezas, llevé conmigo una gran cantidad de mercaderías de precio, bastante más
que las que había llevado en mis últimos viajes, y de Bagdad partí para Bassra, donde me
embarqué en un gran navío en compañía de varios notables mercaderes prestigiosamente
conocidos.
Al principio fue excelente nuestro viaje por el mar, gracias a la bendición. Fuimos de isla en isla
y de tierra en tierra, vendiendo y comprando y realizando beneficios muy apreciables, hasta que un
día, en alta mar, hizo anclar el capitán, diciéndonos: "¡Estamos perdidos sin remedio!" Y de
improviso un golpe de viento terrible hinchó todo el mar, que se precipitó sobre el navío; haciéndole
crujir por todas partes y arrebató a los pasajeros, incluso al capitán, los marineros y yo mismo. Y se
hundió todo el mundo, y yo igual que los demás.
Pero, merced a la misericordia, pude encontrar sobre el abismo una tabla del navío, a la que
me agarré con manos y pies, y encima de la cual navegamos durante medio día yo y algunos otros
mercaderes que lograron asirse conmigo a ella.
Entonces, a fuerza de bregar con pies y manos, ayudados por el viento y la corriente, caímos
en la costa de una isla, cual si fuésemos un montón de algas, medio muertos ya de frío y de miedo.
Toda una noche permanecimos sin movernos, aniquilados, en la costa de aquella isla. Pero al
día siguiente pudimos levantarnos e internarnos por ella, vislumbrando una casa, hacia la cual nos
encaminamos.
Cuando llegamos a ella, vimos que por la puerta de la vivienda salía un grupo de individuos
completamente desnudos y negros, quienes se apoderaron de nosotros sin decirnos palabra y nos
hicieron penetrar en una vasta sala, donde aparecía un rey sentado en alto trono.
12
El rey nos ordenó que nos sentáramos, y nos sentamos. Entonces pusieron a nuestro alcance
platos llenos de manjares como no los habíamos visto en toda nuestra vida. Sin embargo, su
aspecto no excitó mi apetito, al revés de lo que ocurría a mis compañeros, que comieron glotonamente
para aplacar el hambre que les torturaba desde que naufragamos. En cuanto a mí, por
abstenerme conservo la existencia hasta hoy.
Efectivamente, desde que tomaron los primeros bocados, apoderose de mis compañeros una
gula enorme, y estuvieron durante horas y horas devorando cuanto les presentaban, mientras
hacían gestos de locos y lanzaban extraordinarios gruñidos de satisfacción.
En tanto que caían en aquel estado mis amigos, los hombres desnudos llevaron un tazón lleno
de cierta pomada con la que untaron todo el cuerpo a mis compañeros, resultando asombroso el
efecto que hubo de producirles en el vientre. Porque vi que se les dilataba poco a poco en todos
sentidos hasta quedar más gordos que un pellejo inflado. Y su apetito aumentó proporcionalmente,
y continuaron comiendo sin tregua, mientras yo les miraba asustado al ver que no se llenaba su
vientre nunca.
Por lo que a mí respecta, persistí en no tocar aquellos manjares, y me negué a que me
untaran con la pomada al ver el efecto que produjo en mis compañeros. Y en verdad que mi
sobriedad fue provechosa, porque averigüé que aquellos hombres desnudos comían carne humana,
y empleaban diversos medios para cebar a los hombres que caían entre sus manos y hacer de
tal suerte más tierna y más jugosa su carne. En cuanto al rey de estos antropófagos, descubrí que
era ogro. Todos los días le servían asado un hombre cebado por aquel método; a los demás no les
gustaba el asado y comían la carne humana al natural, sin ningún aderezo.
Ante tan triste descubrimiento, mi ansiedad sobre mi suerte y la de mis compañeros no
conoció límites cuando advertí enseguida una disminución notable de la inteligencia de mis
camaradas, a medida que se hinchaba su vientre y engordaba su individuo. Acabaron por embrutecerse
del todo a fuerza de comer, y cuando tuvieron el aspecto de unas bestias buenas para el
matadero, se les confió a la vigilancia de un pastor, que a diario les llevaba a pacer en el prado.
En cuanto a mí, por una parte el hambre, y el miedo por otra, hicieron de mi persona la sombra
de mí mismo y la carne se me secó encinta del hueso. Así es que, cuando los indígenas de la isla
me vieron tan delgado y seco, no se ocuparon ya de mí y me olvidaron enteramente, juzgándome
sin duda indigno de servirme asado ni siquiera a la parrilla ante su rey.
Tal falta de vigilancia por parte de aquellos insulares negros y desnudos me permitió un día
alejarme de su vivienda y marchar en dirección opuesta a ella. En el camino me encontré al pastor
que llevaba a pacer a mis desgraciados compañeros, embrutecidos por culpa de su vientre. Me di
prisa a esconderme entre las hierbas altas, andando y corriendo para perderlos de vista, pues su
aspecto me producía torturas y tristeza.
Ya se había puesto el sol, y yo no dejaba de andar. Continué camino adelante toda la noche,
sin sentir necesidad de dormir, porque me despabilaba el miedo de caer en manos de los negros
comedores de carne humana. Y anduve aún durante todo el otro día, y también los seis siguientes,
sin perder más que el tiempo necesario para hacer una comida diaria que me permitiese seguir mi
carrera en pos de lo desconocido. Y por todo alimento cogía hierbas y me comía las indispensables
para no sucumbir de hambre.
Al amanecer el octavo día...
En este momento de su narración. Scherazada vio aparecer la mañana, y se calló
discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 303ª NOCHE
Ella dijo:
... Al amanecer del octavo día llegué a la orilla opuesta de la isla y me encontré con hombres
como yo, blancos y vestidos con trajes, que se ocupaban en quitar granos de pimienta de los
árboles de que estaba cubierta aquella región. Cuando me advirtieron, se agruparon en torno mío y
me hablaron en mi lengua, el árabe, que no escuchaba yo desde hacía tiempo.
13
Me preguntaron quién era y de dónde venía. Contesté: "¡Oh buenas gentes, soy un pobre
extranjero!" Y les enumeré cuantas desgracias y peligros había experimentado. Mi relato les
asombró maravillosamente, y me felicitaron por haber podido escapar de los devoradores de carne
humana; me ofrecieron de comer y de beber, me dejaron reposar una hora, y después me llevaron
a su barca para presentarme a su rey, cuya residencia se hallaba en otra isla vecina.
La isla en que reinaba este rey tenía por capital una ciudad muy poblada, abundante en todas
las cosas de la vida, rica en zocos y en mercaderes cuyas tiendas aparecían provistas de objetos
preciosos, cruzadas por calles en que circulaban numerosos jinetes en caballos espléndidos,
aunque sin sillas ni estribos. Así es que cuando me presentaron al rey, tras de las zalemas hube de
participarle mi asombro por ver cómo los hombres montaban a pelo en los caballos. Y le dije: "¿Por
qué motivo, ¡oh mi señor y soberano! no se usa aquí la silla de montar? ¡Es un objeto tan cómodo
para ir a caballo! ¡Y, además, aumenta el dominio del jinete!"
Sorprendiose mucho de mis palabras el rey, y me preguntó: "¿Pero en qué consiste una silla
de montar? ¡Se trata de una cosa que nunca en nuestra vida vimos!" Yo le dije: "¿Quieres,
entonces, que te confeccione una silla, para que puedas comprobar su comodidad y experimentar
sus ventajas?" Me contestó: "¡Sin duda!"
Dije que pusiera a mis órdenes un carpintero hábil, y le hice trabajar a mi vista la madera de
una silla conforme exactamente a mis indicaciones. Y permanecí junto a él hasta que la terminó.
Entonces yo mismo forré la madera de la silla con lana y cuero y acabé guarneciéndola con
bordados de oro y borlas de diversos colores. Hice que viniese a mi presencia luego un herrero, al
cual le enseñé el arte de confeccionar un bocado y estribos; y ejecutó perfectamente estas cosas,
porque no le perdí de vista un instante.
Cuando estuvo todo en condiciones, escogí el caballo más hermoso de las cuadras del rey, y
le ensillé y embridé, y le enjaecé espléndidamente, sin olvidarme de ponerle diversos accesorios
de adorno, como largas gualdrapas, borlas de seda y oro, penacho y collera azul. Y fui en seguida
a presentárselo al rey, que lo esperaba con mucha impaciencia desde hacía algunos días.
Inmediatamente lo montó el rey, y se sintió tan a gusto y le satisfizo tanto la invención, que me
probó su contento con regalos suntuosos y grandes prodigalidades.
Cuando el gran visir vio aquella silla y comprobó su superioridad, me rogó que le hiciera una
parecida. Y yo accedí gustoso. Entonces todos los notables del reino y los altos dignatarios
quisieron asimismo tener una silla, y me hicieron la oportuna demanda. Y tanto me obsequiaron,
que en poco tiempo hube de convertirme en el hombre más rico y considerado de la ciudad.
Me había hecho amigo del rey, y un día que fui a verle, según era mi costumbre, se encaró
conmigo, y me dijo: "¡Ya sabes, Sindbad, que te quiero mucho! En mi palacio llegaste a ser como
de mi familia,
y no puedo pasarme sin ti ni soportar la idea de que venga un día en que nos dejes. ¡Deseo, pues,
pedirte una cosa sin que me la rehuses!".
Contesté: "¡Ordena, oh rey! ¡Tu poder sobre mí lo consolidaron tus beneficios y la gratitud que
te debo por todo el bien que de ti recibí desde mi llagada a este reino!" Contestó él: "Deseo casarte
entre nosotros con una mujer bella, bonita, perfecta, rica en oro y en cualidades, con el fin de que
ella te decida a permanecer siempre en nuestra ciudad y en mi palacio. ¡Espero, pues, de ti que no
rechaces mi ofrecimiento y mis palabras!"
Al oír aquel discurso quedé confundido, bajé la cabeza y no pude responder de tanta timidez
como me embargaba. De manera que el rey me preguntó: "¿Por qué no me contestas, hijo mío?"
Yo repliqué: "¡Oh rey del tiempo, tus deseos son los míos y en mí tienes un esclavo!" Al punto
envió él a buscar al kadí y a los testigos, y acto seguido diome por esposa a una mujer noble, de
alto rango, poderosamente rica, dueña de propiedades edificadas y de tierras, y dotada de gran
belleza. Al propio tiempo, me hizo el regalo de un palacio completamente amueblado, con sus
esclavos de ambos
sexos y un tren de casa verdaderamente regio.
Desde entonces viví en medio de una tranquilidad perfecta y llegué al límite del desahogo y el
bienestar. Y de antemano me regocijaba la ida de poder un día escaparme de aquella ciudad y
volver a Bagdad con mi esposa; porque la amaba mucho, y ella también me amaba, y nos
llevábamos muy bien. Pero cuando el Destino dispone algo, ningún poder humano logra torcer su
curso. ¿Y qué criatura puede conocer el porvenir? Aun había yo de comprobar una vez más ¡ay!
que todos nuestros proyectos son juegos infantiles ante los designios del Destino.
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Un día, por orden de Alah, murió la esposa de mi vecino. Como el tal vecino era amigo mío, fui
a verle y traté de consolarle, diciéndole: "¡No te aflijas más de lo permitido, oh vecino! ¡Pronto te
indemnizará Alah dándote una esposa más bendita todavía! ¡Prolongue Alah tus días!" Pero mi
vecino, asombrado de mis palabras, levantó la cabeza y me dijo: "¿Cómo puedes desearme larga
vida, cuando bien sabes que sólo me queda ya una hora de vivir?"
Entonces me asombré a mi vez y le dije: "¿Por qué hablas así, vecino, y a qué vienen semejantes
presentimientos? ¡Gracias a Alah, eres robusto y nada te amenaza! ¿Pretendes, pues,
matarte por tu propia mano?" Contestó: "¡Ah! Bien veo ahora tu ignorancia acerca de los usos de
nuestro país. Sabe, pues, que la costumbre quiere que todo marido vivo sea enterrado vivo con su
mujer cuando ella muera, y que toda mujer viva sea enterrada viva con su marido cuando muere él.
¡Es cosa inviolable! ¡Y enseguida debo ser enterrado vivo yo con mi mujer muerta! ¡Aquí ha de
cumplir tal ley, establecida por los antepasados, todo el mundo, incluso el rey!"
Al escuchar aquellas palabras, exclamé: "¡Por Alah, qué costumbre tan detestable! ¡Jamás
podré conformarme con ella!"
Mientras hablábamos en estos términos, entraron los parientes y amigos de mi vecino y se
dedicaron, en efecto, a consolarle por su propia muerte y la de su mujer. Tras de lo cual se
procedió a los funerales. Pusieron en un ataúd descubierto el cuerpo de la mujer, después de revestirla
con los trajes más hermosos, y adornarla con las más preciosas joyas. Luego se formó el
acompañamiento; el marido iba a la cabeza, detrás del ataúd, y todo el mundo, incluso yo, se
dirigió al sitio del entierro
Salimos de la ciudad, llegando a una montaña que daba sobre el mar. En cierto paraje vi una
especie de pozo inmenso, cuya tapa de piedra levantaron enseguida. Bajaron por allí el ataúd
donde yacía la mujer muerta adornada con sus alhajas; luego se apoderaron de mi vecino, que no
opuso ninguna resistencia; por medio de una cuerda le bajaron hasta el fondo del pozo,
proveyéndole de un cántaro con agua y siete panes. Hecho lo cual taparon el brocal del pozo con
las piedras grandes que lo cubrían, y nos volvimos por donde habíamos ido.
Asistí a todo esto en un estado de alarma inconcebible, pensando: "¡La cosa es aún peor que
todas cuantas he visto!" Y no bien regresé a palacio, corrí en busca del rey y le dije: "¡Oh señor
mío! ¡muchos países recorrí hasta hoy; pero en ninguna parte vi una costumbre tan bárbara como
esa de enterrar al marido vivo con su mujer muerta! Por lo tanto, desearía saber, ¡oh rey del
tiempo! si el extranjero ha de cumplir también esta ley al morir su esposa".
El rey contestó: "¡Sin duda que se le enterrará con ella!"
Cuando hube oído aquellas palabras, sentí que en el hígado me estallaba la vejiga de la hiel a
causa de la pena, salí de allí loco de terror y marché a mi casa, temiendo ya que hubiese muerto
mi esposa durante mi ausencia y que se me obligase a sufrir el horroroso suplicio que acababa de
presenciar. En vano intenté consolarme diciendo: "¡Tranquilízate, Sindbad! ¡Seguramente morirás
tú primero! ¡Por consiguiente, no tendrás que ser enterrado vivo!" Tal consuelo de nada había de
servirme, porque poco tiempo después mi mujer cayó enferma, guardó cama algunos días y murió,
a pesar de todos los cuidados con que no cesé de rodearla día y noche.
Entonces mi dolor no tuvo límites; porque si realmente resultaba deplorable el hecho de ser
devorado por los comedores de carne humana, no lo resultaba menos el de ser enterrado vivo.
Cuando vi que el rey iba personalmente a mi casa para darme el pésame por mi entierro, no dudé
ya de mi suerte. El soberano quiso hacerme el honor de asistir, acompañado por todos los
personajes de la corte, a mi entierro, yendo al lado mío a la cabeza del acompañamiento, detrás
del ataúd en que yacía muerta mi esposa, cubierta con sus joyas y adornada con todos sus
atavíos.
Cuando estuvimos al pie de la montaña que daba sobre el mar, se abrió el pozo en cuestión,
haciendo bajar al fondo del agujero el cuerpo de mi esposa; tras de lo cual, todos los concurrentes
se acercaron a mí y me dieron el pésame, despidiéndose. Entonces yo quise intentar que el rey y
los concurrentes me dispensaran de aquella prueba, y exclamé llorando: "¡Soy extranjero, y no
parece justo que me someta a. vuestra ley! ¡Además, en mi país tengo una esposa que vive e hijos
que necesitan de mí!"
Pero en vano hube de gritar y sollozar, porque cogieronme sin escucharme, me echaron
cuerdas por debajo de los brazos, sujetaron a mi cuerpo un cántaro de agua y siete panes, como
era costumbre, y me descolgaron hasta el fondo del pozo. Cuando llegué abajo, me dijeron:
"¡Desátate, para que nos llevemos las cuerdas!" Pero no quise desligarme y continué con ellas, por
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si se decidían a subirme de nuevo. Entonces abandonaron las cuerdas, que cayeron sobre mí,
taparon otra vez con las grandes piedras el brocal del pozo y se fueron por su camino, sin
escuchar mis gritos que movían a piedad...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló
discretamente.
PERO CUANDO LLEGÒ LA 304ª NOCHE
Ella dijo:
... sin escuchar mis gritos que movían a piedad.
A poco me obligó a taparme las narices la hediondez de aquel subterráneo. Pero no me
impidió inspeccionar, merced a la escasa luz que descendía de lo alto, aquella gruta mortuoria
llena de cadáveres antiguos y recientes. Era muy espaciosa, y se dilataba hasta una distancia que
mis ojos no podían sondear. Entonces me tiré al suelo llorando, y exclamé: "¡Bien merecida tienes
tu suerte, Sindbad de alma insaciable! Y luego, ¿qué necesidad tenías de casarte en esta ciudad?
¡Ah! ¿Por qué no pereciste en el valle de los diamantes, o por qué no te devoraron los comedores
de hombres? ¡Era preferible que te hubiese tragado el mar en uno de tus naufragios y no tendrías
que sucumbir ahora a tan espantosa muerte!"
Y al punto comencé a golpearme con fuerza en la cabeza, en el estómago y en todo mi
cuerpo. Sin embargo, acosado por el hambre y la sed, no me decidí a dejarme morir de inanición, y
desaté de la cuerda los panes y el cántaro de agua, y comí y bebí aunque con prudencia, en
previsión de los siguientes días.
De este modo viví durante algunos días, habituándome paulatinamente al olor insoportable de
aquella gruta y para dormir me acostaba en un lugar que tuve buen cuidado de limpiar de los
huesos que en él aparecían. Pero no podía retrasar más el momento en que se me acabaran el
pan y el agua. Y llegó ese momento. Entonces, poseído por la más absoluta desesperación, hice
mi acto de fe, y ya iba a cerrar los ojos para aguardar la muerte, cuando vi abrirse por encima de
mi cabeza, el agujero del pozo y descender en un ataúd a un hombre muerto, y tras de él su
esposa con los siete panes y el cántaro de agua.
Entonces esperé a que los hombres de arriba tapasen de nuevo el brocal, y sin hacer el menor
ruido, muy sigilosamente, cogí un gran hueso de muerto y me arrojé de un salto sobre la mujer,
rematándola de un golpe en la cabeza; y para cerciorarme de su muerte todavía la propiné un
segundo y un tercer golpe con toda mi fuerza. Me apoderé entonces de los siete panes y del agua,
con lo que tuve provisiones para algunos días.
Al cabo de ese tiempo, abriose de nuevo el orificio, y esta vez descendieron una mujer muerta
y un hombre. Con el objeto de seguir viviendo -¡porque el alma es preciosa!- no dejé de rematar al
hombre, robándole sus panes y su agua. Y así continué viviendo durante algún tiempo, matando
en cada oportunidad a la persona a quien se enterraba viva y robándole sus provisiones.
Un día entre los días, dormía yo en mi sitio de costumbre, cuando me desperté sobresaltado al
oír un ruido insólito. Era cual un resuello humano y un rumor de pasos. Me levanté y cogí el hueso
que me servía para rematar a los individuos enterrados vivos, dirigiéndome al lado de donde
parecía venir el ruido. Después de dar unos pasos, creí entrever algo que huía resollando con
fuerza. Entonces, siempre armado con mi hueso, perseguí mucho tiempo a aquella especie de
sombra fugitiva, y continué corriendo en la oscuridad tras ella, y tropezando a cada paso con los
huesos de los muertos; pero de pronto creí ver en el fondo de la gruta como una estrella luminosa
que tan pronto brillaba como se extinguía. Proseguí avanzando en la misma dirección, y
conforme avanzaba veía aumentar y ensancharse la luz. Sin embargo, no me atreví a creer
que fuese aquello una salida por donde pudiese escaparme, y me dije: "¡Indudablemente debe ser
un segundo agujero de este pozo por el que bajan ahora algún
cadáver!"
Así que, cuál no sería mi emoción al ver que la sombra fugitiva, que no era otra cosa que un
animal, saltaba con ímpetu por aquel agujero. Entonces comprendí que se trataba de una brecha
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abierta por las fieras para ir a comerse en la gruta los cadáveres. Y salté detrás del animal y me
hallé al aire libre bajo el cielo.
Al darme cuenta de la realidad caí de rodillas, y con todo mi corazón di gracias al Altísimo por
haberme libertado, y calmé y tranquilicé mi alma.
Miré entonces al cielo, y vi que me encontraba al pie de una montaña junto al mar; y observé
que la tal montaña no debía comunicarse de ninguna manera con la ciudad, por lo escarpada e
impracticable que era. Efectivamente, intenté ascender por ella, pero en vano. Entonces, para no
morirme de hambre, entré en la gruta por la brecha en cuestión y cogí pan y agua; y volví a
alimentarme bajo el cielo, verificándolo con bastante mejor apetito que mientras duró mi estancia
entre los muertos.
Todos los días continué yendo a la gruta para quitarles los panes y el agua, matando a los que
se enterraba vivos. Luego tuve la idea de recoger todas las joyas de los muertos, diamantes,
brazaletes, collares, perlas, rubíes, metales cincelados, telas preciosas y cuantos objetos de oro y
plata había por allí. Y poco a poco iba transportando mi botín a la orilla del mar, esperando que
llegara día en que pudiese salvarme con tales riquezas. Y para que todo estuviese preparado, hice
fardos bien envueltos en los trajes de los hombres y mujeres de la gruta.
Estaba yo sentado un día a la orilla del mar, pensando en mis aventuras y en mi actual estado,
cuando vi que pasaba un navío por cerca de la montaña. Me levanté en seguida, desarrollé la tela
de mi turbante y me puse a agitarla con bruscos ademanes y dando muchos gritos mientras corría
por la costa. Gracias a Alah, la gente del navío advirtió mis señales, y destacaron una barca para
que fuese a recogerme y transportarme a bordo. Me llevaron con ellos y también se encargaron
gustosos de mis fardos.
Cuando estuvimos a bordo, el capitán se acercó a mí y me dijo: "¿Qué eres y cómo te
encontrabas en esa montaña donde nunca vi más que animales salvajes y aves de rapiña, pero no
un ser humano, desde que navego por estos parajes? Contesté: "¡Oh, señor mío, soy un pobre
mercader extranjero en estas comarcas! Embarqué en un navío enorme que naufragó junto a esta
costa; y gracias a mi valor y a mi resistencia, yo solo entre mis compañeros pude salvarme de
perecer ahogado y salvé conmigo mis fardos de mercancías, poniéndolos en una tabla grande que
me proporcioné cuando el navío viose a merced de las olas. El Destino y mi suerte me arrojaron a
esta orilla, y Alah ha querido que no muriese yo de hambre y de sed". Y esto fue lo que dije al
capitán, guardándome mucho de decirle la verdad sobre mi matrimonio y mi enterramiento, no
fuera que a bordo hubiese alguien de la ciudad donde reinaba la espantosa costumbre de que
estuve a punto de ser víctima.
Al acabar mi discurso al capitán, saqué de uno de mis paquetes un hermoso objeto de precio y
se lo ofrecí como presente, para que me tuviese consideración durante el viaje. Pero con gran
sorpresa por mi parte, dio prueba de un raro desinterés, sin querer aceptar mi obsequio, y me dijo
con acento benévolo: "No acostumbro hacerme pagar las buenas acciones. No eres el primero a
quien hemos recogido en el mar. A otros náufragos socorrimos, transportándoles a su país, ¡por
Alah! y no sólo nos negamos a que nos pagaran, sino que, como carecían de todo, les dimos de
comer y de beber y les vestimos, y siempre ¡por Alah! hubimos de proporcionarle lo preciso para
subvenir a sus gastos de viaje. ¡Porque el hombre se debe a sus semejantes, por Alah!"
Al escuchar tales palabras, di gracias al capitán e hice votos en su favor, deseándole larga
vida, en tanto que él ordenaba desplegar las velas y ponía en marcha al navío.
Durante días y días navegamos en excelentes condiciones, de isla en isla y de mar en mar,
mientras yo me pasaba las horas muertas deliciosamente tendido, pensando en mis extrañas
aventuras y preguntándome si en realidad había yo experimentado todos aquellos sinsabores o si
no eran un sueño. Y al recordar algunas veces mi estancia en la gruta subterránea con mi
esposa muerta, creía volverme loco de espanto.
Pero al fin, por obra y gracia de Alah, llegamos con buena salud a Bassra, donde no nos
detuvimos más que algunos días, entrando luego en Bagdad.
Entonces, cargado con riquezas infinitas, tomé el camino de mi calle y de mi casa, adonde
entré y encontré a mis parientes y a mis amigos; festejaron mi regreso y se regocijaron en extremo,
felicitándome por mi salvación. Yo, entonces, guardé con cuidado en los armarios mis tesoros, sin
olvidarme de distribuir muchas limosnas a los pobres, a las viudas y a los huérfanos, así como
valiosas dádivas entre mis amigos y conocimientos. Y desde entonces no cesé de entregarme a
todas las diversiones y a todos los placeres en compañía de personas agradables.
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¡Pero cuanto os conté hasta aquí no es nada, verdaderamente, en comparación de lo que me
reservo para contároslo mañana, si Alah quiere!"
¡Así habló aquel día Sindbad! Y no dejó de mandar que dieran cien monedas de oro al
cargador, invitándole a cenar con él, en compañía asimismo de los notables que se hallaban
presentes. Y todo el mundo maravillose de aquello.
En cuanto a Sindbad el Cargador ...
En este momento de su narración, Scherazada vio aparecer la mañana, y se calló
discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 306ª NOCHE
Ella dijo:
... En cuanto a Sindbad el Cargador, llegó a su casa, donde soñó toda la noche con el relato
asombroso. Y cuando al día siguiente estuvo de vuelta en casa de Sindbad el Marino, todavía se
hallaba emocionado a causa del enterramiento de su huésped. Pero como ya habían extendido el
mantel, se hizo sitio entre los demás, y comió, y bebió, y bendijo al Bienhechor. Tras de lo cual, en
medio del general silencio, escuchó lo que contaba Sindbad el Marino.
]
LA QUINTA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD EL MARINO, QUE TRATA DEL
QUINTO VIAJE

Dijo Sindbad:
"Sabed, ¡oh amigos míos! que al regresar del cuarto viaje me dediqué a hacer una vida de
alegría, de placeres y de diversiones, y con ello olvidé en seguida mis pasados sufrimientos, y sólo
me acordé de las ganancias admirables que me proporcionaron mis aventuras extraordinarias. Así
es que no os asombraréis si os digo que no dejé de atender a mi alma, la cual inducíame a nuevos
viajes por los países de los hombres.
Me apresté, pues, a seguir aquel impulso, y compré las mercaderías que a mi experiencia
parecieron de más fácil salida y de ganancia segura y fructífera; hice que las encajonasen, y partí
con ellas para Bassra.
Allí fui a pasearme por el puerto, y vi un navío grande, nuevo completamente, que me gustó
mucho y que acto seguido compré para mí solo. Contraté a mi servicio a un buen capitán
experimentado y a los necesarios marineros. Después mandé que cargaran las mercaderías mis
esclavos, a los cuales mantuve a bordo para que me sirvieran. También acepté en calidad de
pasajeros a algunos mercaderes de buen aspecto, que me pagaron honradamente el precio del
pasaje. De esta manera, convertido entonces en dueño de un navío, podía ayudar al capitán con
mis consejos, merced a la experiencia que adquirí en asuntos marítimos.
Abandonamos Bassra con el corazón confiado y alegre, deseándonos mutuamente todo
género de bendiciones. Y nuestra navegación fue muy feliz, favorecida de continuo por un viento
propicio y un mar clemente. Y después de haber hecho diversas escalas con objeto de vender y
comprar, arribamos un día a una isla completamente deshabitada y desierta, y en la cual se veía
como única vivienda una cúpula blanca. Pero al examinar más de cerca aquella cúpula blanca,
adiviné que se trataba de un huevo de rokh. Me olvidé de advertirlo a los pasajeros, los cuales, una
vez que desembarcaron, no encontraron para entretenerse nada mejor que tirar gruesas piedras a
la superficie del huevo; y algunos instantes más tarde sacó del huevo una de sus patas el
rokhecillo.
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Al verlo, continuaron rompiendo el huevo los mercaderes; luego mataron a la cría del rokh,
cortándola en pedazos grandes, y fueron a bordo para contarme la aventura.
Entonces llegué al límite del terror, y exclamé: "¡Estamos perdidos! ¡Enseguida vendrán el
padre y la madre del rokh para atacarnos y hacernos perecer! ¡Hay que alejarse, pues, de esta isla
lo más de prisa posible!" Y al punto desplegamos las velas y nos pusimos en marcha, ayudados
por el viento.
En tanto, los mercaderes ocupábanse en asar los cuartos del rokh; pero no habían empezado
a saborearlos, cuando vimos sobre los ojos del sol dos gruesas nubes que lo tapaban
completamente. Al hallarse más cerca de nosotros estas nubes, advertimos no eran otra cosa que
dos gigantescos rokhs, el padre y la madre del muerto. Y les oímos batir las alas y lanzar graznidos
más terribles que el trueno. Y en seguida nos dimos cuenta de que estaban precisamente encima
de nuestras cabezas, aunque a una gran altura, sosteniendo cada cual en sus garras una roca
enorme, mayor que nuestro navío.
Al verlo no dudamos ya de que la venganza de los rokhs nos perdería. Y de repente uno de los
rokhs dejó caer desde lo alto la roca en dirección al navío. Pero el capitán tenía mucha
experiencia; maniobró con la barra tan rápidamente, que el navío viró a un lado, y la roca, pasando
junto a nosotros, fue a dar en el mar, el cual abrióse de tal modo, que vimos su fondo, y el navío se
alzó y bajó y volvió a alzarse espantablemente. Pero quiso nuestro destino que en aquel mismo
instante soltase el segundo rokh su piedra, que, sin que pudiésemos evitarlo, fue a caer en la popa,
rompiendo el timón en veinte pedazos y hundiendo la mitad del navío. Al golpe, mercaderes y
marineros quedaron aplastados o sumergidos. Yo fui de los que se sumergieron.
Pero tanto luché con la muerte, impulsado por el instinto de conservar mi alma preciosa, que
pude salir a la superficie del agua. Y por fortuna, logré agarrarme a una tabla de mi destrozado
navío.
Al fin conseguí ponerme a horcajadas encima de la tabla, y remando con los pies y ayudado
por el viento y la corriente, pude llegar a una isla en el preciso instante en que iba a entregar mi
último aliento, pues estaba extenuado de fatiga, hambre y sed. Empecé por tenderme en la playa,
donde permanecí aniquilado una hora, hasta que descansaron y se tranquilizaron mi alma y mi
corazón. Me levanté entonces y me interné en la isla, con objeto de reconocerla.
No tuve necesidad de caminar mucho para advertir que aquella vez el Destino me había
transportado a un jardín tan hermoso, que podría compararse con los jardines del paraíso. Ante
mis ojos extáticos aparecían por todas partes árboles de dorados frutos, arroyos cristalinos, pájaros
de mil plumajes diferentes y flores arrebatadoras. Por consiguiente, no quise privarme de comer de
aquellas frutas, beber de aquella agua y aspirar aquellas flores; y todo lo encontré lo más excelente
posible...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló
discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 307ª NOCHE
Ella dijo:
... y todo lo encontré lo más excelente posible. Así es que no me moví del sitio en que me
hallaba, y continué reposando de mis fatigas hasta que acabó el día.
Pero cuando llegó la noche y me vi en aquella isla, solo entre los árboles, no pude por menos
de tener un miedo atroz, a pesar de la belleza y la paz que me rodeaban; no logré dormirme más
que a medias, y durante el sueño me asaltaron pesadillas terribles en medio de aquel silencio y
aquella soledad.
Al amanecer me levanté más tranquilo y avancé en mi exploración. De esta suerte pude llegar
junto a un estanque donde iba a dar el agua de un manantial, y a la orilla del estanque hallábase
sentado, inmóvil, un venerable anciano cubierto con amplio manto hecho de hojas de árbol. Y
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pensé para mí: "¡También este anciano debe de ser algún náufrago que se refugiara antes que yo
en esta isla!".
Me acerqué, pues, a él y le deseé la paz. Me devolvió el saludo, pero solamente por señas y
sin pronunciar palabra. Y le pregunté: "¡Oh venerable jeique! ¿a qué se debe tu estancia en este
sitio?" Tampoco me contestó; pero movió con aire triste la cabeza, y con la mano me hizo señas
que significaban: "¡Te suplico que me cargues a tu espalda y atravieses el arroyo conmigo, porque
quisiera coger frutas en la otra orilla!"
Entonces pensé: "¡Ciertamente, Sindbad, que verificarás una buena acción sirviendo así a este
anciano!" Me incliné, pues, y me lo cargué sobre los hombros, atrayendo a mi pecho sus piernas, y
con sus muslos él me rodeaba el cuello y la cabeza con sus brazos. Y le transporté a la otra orilla
del arroyo hasta el lugar que hubo de designarme; luego me incliné nuevamente y le dije: "¡Baja
con cuidado, oh venerable jeique!" ¡Pero no se movió! Por el contrario, cada vez apretaba más sus
muslos en torno de mi cuello, y se afianzaba a mis hombros con todas sus fuerzas.
Al darme cuenta de ello llegué al límite del asombro y miré con atención sus piernas. Me
parecieron negras y velludas, y ásperas como la piel de un búfalo, y me dieron miedo. Así es que,
haciendo un esfuerzo inmenso, quise desenlazarme de su abrazo y dejarlo en tierra; pero entonces
me apretó él la garganta tan fuertemente, que casi me estranguló y ante mí se oscureció el mundo.
Todavía hice un último esfuerzo; pero perdí el conocimiento, casi ya sin respiración, y caí al suelo
desvanecido.
Al cabo de algún tiempo volví en mí, observando que, a pesar de mi desvanecimiento, el
anciano se mantenía siempre agarrado a mis hombros; sólo había aflojado sus piernas ligeramente
para permitir que el aire penetrara en mi garganta.
Cuando me vio respirar, dióme dos puntapiés en el estómago para obligarme a que me
incorporara de nuevo. El dolor me hizo obedecer, y me erguí sobre mis piernas, mientras él se
afianzaba a mi cuello más que nunca. Con la mano me indicó que anduviera por debajo de los
árboles y se puso a coger frutas y a comerlas. Y cada vez que me paraba yo contra su voluntad o
andaba demasiado de prisa, me daba puntapiés tan violentos que veíame obligado a obedecerle.
Todo aquel día estuvo sobre mis hombros, haciéndome caminar como un animal de carga; y
llegada la noche, me obligó a tenderme con él para dormir sujeto siempre a mi cuello. Y a la
mañana me despertó de un puntapié en el vientre; obrando como la víspera.
Así permaneció afianzado a mis hombros día y noche sin tregua. Encima de mí hacía todas
sus necesidades líquidas y sólidas, y sin piedad me obligaba a marchar, dándome puntapiés y
puñetazos.
Jamás había yo sufrido en mi alma tantas humillaciones y en mi cuerpo tan malos tratos como al
servicio forzoso de este anciano, más robusto que joven y más despiadado que un arriero. Y ya no
sabía yo de qué medio valerme para desembarazarme de él, y deploraba el caritativo impulso que
me hizo compadecerle y subirle a mis hombros. Y desde aquel momento me deseé la muerte
desde lo más profundo de mi corazón.
Hacía ya mucho tiempo que me veía reducido a tan deplorable estado, cuando un día aquel
hombre me obligó a caminar bajo unos árboles de los que colgaban gruesas calabazas, y se me
ocurrió la idea de aprovechar aquellas frutas secas para hacer con ellas recipientes. Recogí una
gran calabaza seca que había caído del árbol tiempo atrás, la vacié por completo, la limpié, y fui a
una vid para cortar racimos de uvas, que exprimí dentro de la calabaza hasta llenarla. La tapé
luego cuidadosamente y la puse al sol, dejándola allí varios días, hasta que el zumo de uvas
convirtióse en vino puro. Entonces cogí la calabaza y bebí de su contenido la cantidad suficiente
para reponer fuerzas y ayudarme a soportar las fatigas de la carga, pero no lo bastante para
embriagarme. Al momento me sentí reanimado y alegre hasta tal punto, que por primera vez me
puse a hacer piruetas en todos sentidos con mi carga, sin notarla ya, y a bailar cantando por entre
los árboles. Incluso hube de dar palmadas para acompañar mi baile, riendo a carcajadas.
Cuando el anciano me vio en aquel estado inusitado y advirtió que mis fuerzas se
multiplicaban hasta el extremo de conducirle sin fatiga, me ordenó por señas que le diese la
calabaza. Me contrarió bastante la petición, pero le tenía tanto miedo, que no me atreví a negarme;
me apresuré, pues, a darle la calabaza de muy mala gana. La tomó en sus manos, la llevó a sus
labios, saboreó primero el líquido, para saber a qué atenerse, y como lo encontró agradable, se lo
bebió, vaciando la calabaza hasta la última gota y arrojándola después lejos de sí.
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Enseguida se hizo sentir en su cerebro el efecto del vino; y como había bebido lo suficiente
para embriagarse, no tardó en bailar a su manera en un principio, zarandeándose sobre mis
hombros, para aplomarse luego con todos los músculos relajados, venciéndose a derecha e
izquierda y sosteniéndose sólo lo preciso para no caerse.
Entonces yo, al sentir que no me oprimía como de costumbre, desanudé de mi cuello sus
piernas con un movimiento rápido, y por medio de una contracción de hombros le despedí a alguna
distancia, haciéndole rodar por el suelo, en donde quedó sin movimiento. Salté sobre él entonces,
y cogiendo de entre los árboles una piedra enorme, le sacudí con ella en la cabeza diversos golpes
tan certeros, que le destrocé el cráneo y mezclé su sangre a su carne. ¡Murió! ¡Ojalá no haya tenido
Alah nunca compasión de su alma! . ..
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 308ª NOCHE
Ella dijo:
...¡Ojalá no haya tenido Alah nunca compasión de su alma!
A la vista de su cadáver, me sentí el alma todavía más aligerada que el cuerpo, y me puse a
correr de alegría, y así llegué a la playa, al mismo sitio donde me arrojó el mar cuando el naufragio
de mi navío.
Quiso el Destino que precisamente en aquel momento se encontrasen allí unos marineros que
desembarcaron de un navío anclado para buscar agua y frutas. Al verme, llegaron al límite del
asombro, y me rodearon y me interrogaron después de mutuas zalemas. Y les conté lo que
acababa de ocurrirme, cómo había naufragado y cómo estuve reducido al estado de perpetuo
animal de carga para el jeique a quien hube de matar.
Estupefactos quedaron los marineros con el relato de mi historia, y exclamaron: "¡Es
prodigioso que pudieras librarte de ese jeique, conocido por todos los navegantes con el nombre
de Anciano del mar! Tú eres el primero a quien no estranguló, porque siempre ha ahogado entre
sus muslos a cuantos tuvo a su servicio. ¡Bendito sea Alah, que te libró de él!"
Después de lo cual, me llevaron a su navío, donde su capitán me recibió cordialmente, y me
dió vestidos con qué cubrir mi desnudez; y luego que le hube contado mi aventura, me felicitó por
mi salvación, y nos hicimos a la vela.
Tras varios días y varias noches de navegación, entramos en el puerto de una ciudad que
tenía casas muy bien construidas junto al mar. Esta ciudad llamábase la Ciudad de los Monos, a
causa de la cantidad prodigiosa de monos que habitaban en los árboles de las inmediaciones. Bajé
a tierra acompañado por uno de los mercaderes del navío, con el objeto de visitar la ciudad y
procurar hacer algún negocio. El mercader con quien entablé amistad me dio un saco de algodón,
y me dijo: "Toma este saco, llénale de guijarros y agrégate a los habitantes de la ciudad que salen
ahora de sus muros. Imita exactamente lo que les veas hacer. Y así ganarás muy bien tu vida".
Entonces hice lo que él me aconsejaba; llené de guijarros mi saco, y cuando terminé aquel
trabajo, vi salir de la ciudad a un tropel de personas, igualmente cargada cada cual con un saco
parecido al mío. Mi amigo el mercader me recomendó a ellas cariñosamente, diciéndoles: "Es un
hombre pobre y extranjero. ¡Llevadle con vosotros para enseñarle a ganarse aquí la vida! ¡Si le
hacéis tal servicio, seréis recompensados pródigamente por el Retribuidor!" Ellos contestaron que
escuchaban y obedecían, y me llevaron consigo.
Después de andar durante algún tiempo, llegamos a un valle cubierto de árboles tan altos, que
resultaba imposible subir a ellos; y estos árboles estaban poblados por los monos, y sus ramas
aparecían cargadas de frutos de corteza dura llamados cocos de Indias.
Nos detuvimos al pie de aquellos árboles, y mis compañeros dejaron en tierra los sacos y
pusiéronse a apedrear a los monos, tirándoles piedras. Y yo hice lo que ellos. Entonces, furiosos,
los monos nos respondieron tirándonos desde lo alto de los árboles una cantidad enorme de
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cocos. Y nosotros, procurando resguardarnos, recogíamos aquellos frutos y llenábamos nuestros
sacos con ellos.
Una vez llenos los sacos, nos los cargamos de nuevo a hombros, y volvimos a emprender el
camino de la ciudad, en la cual un mercader me compró el saco, pagándome en dinero. Y de este
modo continué acompañando todos los días a los recolectores de cocos y vendiendo en la ciudad
aquellos frutos, y así estuve hasta que poco a poco, a fuerza de acumular lo que ganaba, adquirí
una fortuna que engrosó por sí sola después de diversos cambios y compras, y me permitió
embarcarme en un navío que salía para el Mar de las Perlas.
Como tuve cuidado de llevar conmigo una cantidad prodigiosa de cocos, no dejé de
cambiarlos por mostaza y canela a mi llegada a diversas islas; y después vendí la mostaza y la
canela, y con el dinero que gané me fui al Mar de las Perlas, donde contraté buzos por mi cuenta.
Fue muy grande mi suerte en la pesca de perlas, pues me permitió realizar en poco tiempo una
gran fortuna. Así es que no quise retrasar más el regreso, y después de comprar, para mi uso
personal, madera de áloe de la mejor calidad a los indígenas de aquel país descreído, me
embarqué en un buque que se hacía a la vela para Bassra, adonde arribé felizmente después de
una excelente navegación. Desde allí salí enseguida para Bagdad, y corrí a mi calle y a mi casa,
donde me recibieron con grandes manifestaciones de alegría mis parientes y mis amigos.
Como volvía más rico que jamás lo había estado, no dejé de repartir en torno mío el bienestar,
haciendo muchas dádivas a los necesitados. Y viví en un reposo perfecto desde el seno de la
alegría y los placeres.
Luego, terminada esta historia, Sindbad el Marino, según su costumbre, hizo que entregaran
las cien monedas de oro al cargador, que con los demás comensales retiróse maravillado, después
de cenar. Y al día siguiente, después de un festín tan suntuoso como el de la víspera, Sindbad el
Marino habló en los siguientes términos ante la misma asistencia:
LA SEXTA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD EL MARINO, QUE TRATA DEL
SEXTO VIAJE

"Sabed, ¡oh todos vosotros mis amigos, mis compañeros y mis queridos huéspedes! que al
regreso de mi quinto viaje estaba yo un día sentado delante de mi puerta tomando el fresco, y he
aquí que llegué al límite del asombro cuando vi pasar por la calle unos mercaderes que al parecer
volvían de viaje. Al verlos recordé con satisfacción los días de mis retornos, la alegría que
experimentaba al encontrar a mis parientes, amigos y antiguos compañeros, la alegría, mayor aún,
de volver a ver mi país natal; y este recuerdo incitó a mi alma al viaje y al comercio. Resolví, pues,
viajar; compré ricas y valiosas mercaderías a propósito para el comercio por mar, mandé cargar los
fardos y partí de la ciudad de Bagdad con dirección a la de Bassra. Allí encontré una gran nave
llena de mercaderías y de notables, que llevaban consigo mercancías suntuosas. Hice embarcar
mis fardos con los suyos a bordo de aquel navío, y abandonamos en paz la ciudad de Bassra...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló
discretamente.
Y CUANDO LLEGO LA 309ª NOCHE
Ella dijo:
... y abandonamos en paz la ciudad de Bassra.
No dejamos de navegar de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, vendiendo, comprando y
alegrando la vista con el espectáculo de los países de los hombres, viéndonos favorecidos
22
constantemente por una feliz navegación, que aprovechábamos para gozar de la vida. Pero un día
entre los días, cuando nos creíamos en completa seguridad, oímos gritos de desesperación. Era
nuestro capitán quien los lanzaba. Al mismo tiempo le vimos tirar al suelo el turbante, golpearse el
rostro, mesarse las barbas y dejarse caer en mitad del buque, presa de un pesar inconcebible.
Entonces todos los mercaderes y pasajeros le rodeamos, y le preguntamos: "¡Oh, capitán!
¿qué sucede?". El capitán respondió: "Sabed, buena gente, aquí reunida, que nos hemos
extraviado con nuestro navío, y hemos salido del mar en que estábamos para entrar en otro mar
cuya derrota no conocemos. Y si Alah no nos depara algo que nos salve de este mar, quedaremos
aniquilados cuantos estamos aquí. ¡Por lo tanto, hay que suplicar a Alah el Altísimo que nos saque
de este trance!"
Dicho esto, el capitán se levantó y subió al palo mayor, y quiso arreglar las velas; pero de
pronto sopló con violencia el viento y echó al navío hacia atrás tan bruscamente, que se rompió el
timón cuando estábamos cerca de una alta montaña. Entonces el capitán bajó del palo, y exclamó:
"¡No hay fuerza ni recurso más que en Alah el Altísimo y Todopoderoso! ¡Nadie puede detener el
Destino! ¡Por Alah! ¡Hemos caído en una perdición espantosa, sin ninguna probabilidad de
salvarnos!".
Al oír tales palabras, todos los pasajeros se echaron a llorar por propio impulso, y
despidiéndose unos de otros antes de que se acabase la existencia y se perdiera toda esperanza.
De pronto el navío se inclinó hacia la montaña, y se estrelló y se dispersó en tablas por todas
partes. Y cuantos estaban dentro se sumergieron. Y los mercaderes cayeron al mar. Y unos se
ahogaron y otros se agarraron a la montaña consabida y pudieron salvarse. Yo fui de los que
pudieron agarrarse a la montaña.
Estaba la tal montaña situada en una isla muy grande, cuyas costas aparecían cubiertas por
restos de buques naufragados y de toda clase de residuos. En el sitio en que tomamos tierra,
vimos a nuestro alrededor una cantidad prodigiosa de fardos y mercaderías, y objetos valiosos de
todas clases arrojados por el mar.
Y yo empecé a andar por en medio de aquellas cosas dispersas y a los pocos pasos llegué a
un riachuelo de agua dulce que, al revés de todos los demás ríos, que van a desaguar en el mar,
salía de la montaña y se alejaba del mar, para internarse más adelante en una gruta situada al pie
de aquella montaña y desaparecer por ella.
Pero había más. Observé que las orillas de aquel río estaban sembradas de piedras, de
rubíes, de gemas de todos los colores, de pedrería de todas formas y de metales preciosos. Y
todas aquellas piedras preciosas abundaban tanto como los guijarros en el cauce de un río. Así es
que todo aquel terreno brillaba y centelleaba con mil reflejos y luces, de manera que los ojos no
podían soportar su resplandor.
Noté también que aquella isla contenía la mejor calidad de madera de áloe chino y de áloe
comarí.
También había en aquella isla una fuente de ámbar bruto líquido, del color del betún, que manaba
como cera derretida por el suelo bajo la acción del sol y salían del mar grandes peces para
devorarlo. Y se lo calentaban dentro y lo vomitaban al poco tiempo en la superficie del agua, y
entonces se endurecía y cambiaba de naturaleza y de color. Y las olas lo llevaban a la orilla,
embalsamándola. En cuanto al ámbar que no tragaban los peces, se derretía bajo la acción de los
rayos del sol, y esparcía por toda la isla un olor semejante al del almizcle.
He de deciros asimismo que todas aquellas riquezas no le servían a nadie, puesto que nadie
pudo llegar a aquella isla y salir de ella vivo ni muerto. En efecto, todo navío que se acercaba a sus
costas estrellábase contra la montaña; y nadie podía subir a la montaña, porque era inaccesible.
De modo que los pasajeros que lograron salvarse del naufragio de nuestra nave, y yo entre ellos,
quedamos muy perplejos, y estuvimos en la orilla, asombrados con todas las riquezas que
teníamos a la vista, y con la mísera suerte que nos aguardaba en medio de tanta suntuosidad.
Así estuvimos durante bastante rato en la orilla, sin saber qué hacer, y después, como
habíamos encontrado algunas provisiones, nos las repartimos con toda equidad. Y mis
compañeros, que no estaban acostumbrados a las aventuras, se comieron su parte de una vez o
en dos; y no tardaron al cabo de cierto tiempo, variable según la resistencia de cada cual, en
sucumbir uno tras otro por falta de alimento. Pero yo supe economizar con prudencia mis víveres y
no comí más que una vez al día, aparte de que había encontrado otras provisiones, de las cuales
no dije palabra a mis compañeros.
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Los primeros que murieron fueron enterrados por los demás después de lavarles y meterles en
sudarios confeccionados con las telas recogidas en la orilla. Con las privaciones vino a complicarse
una epidemia de dolores de vientre, originada por el clima húmedo del mar. Así es que mis
compañeros no tardaron en morir hasta el último, y yo abrí con mis manos la huesa del postrer
camarada.
En aquel momento ya me quedaban muy pocas provisiones, a pesar de mi economía y
prudencia, y como veía acercarse el momento de la muerte, empecé a llorar por mí, pensando:
"¿Por qué no sucumbí antes que mis compañeros, que me hubieran rendido el último tributo,
lavándome y sepultándome? ¡No hay recurso ni fuerza más que en Alah el Omnipotente!" Y
enseguida empecé a morderme las manos de desesperación...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló
discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 310ª NOCHE
Ella dijo:
... empecé a morderme las manos con desesperación.
Me decidí entonces a levantarme, y empecé a abrir una fosa profunda, diciendo para mí:
"Cuando sienta llegar mi último momento, me arrastraré hasta aquí y me meteré en la fosa, donde
moriré. ¡El viento se encargará de acumular poco a poco la arena encima de mi cabeza y llenará el
hoyo!" Y mientras verificaba aquel trabajo, me echaba en cara mi falta de inteligencia y mi salida de
mi país, después de todo lo que me había ocurrido en mis diferentes viajes, y de lo que había
experimentado la primera, y la segunda, y la tercera, y la cuarta, y la quinta vez, siendo cada
prueba peor que la anterior.
Y decía para mí: "¡Cuántas veces te arrepentiste para volver a empezar! ¿Qué necesidad
tenías de viajar nuevamente? ¿No poseías en Bagdad riquezas bastantes para gastar sin cuenta y
sin temor a que se te acabaran nunca los fondos suficientes para dos existencias como la tuya?"
A estos pensamientos sucedió pronto otra reflexión, sugerida por la vista del río. En efecto,
pensé: ¡Por Alah! Ese río indudablemente ha de tener un principio y un fin. Desde aquí veo el
principio, pero el fin es invisible. No obstante, ese río que se interna así por debajo de la montaña,
sin remedio ha de salir al otro lado por algún sitio. De modo que la única idea práctica para
escaparme de aquí es construir una embarcación cualquiera, meterme en ella y dejarme llevar por
la corriente del agua que entra en la gruta. ¡Si es mi destino. ya encontraré de ese modo el medio
de salvarme; si no, moriré ahí dentro, y será menos espantoso que perecer de hambre en esta
playa!
Me levanté, pues, algo animado por esta idea, y enseguida me puse a ejecutar mi proyecto.
Junté grandes haces de madera de áloe comarí y chino; los até sólidamente con cuerdas; coloqué
encima grandes tablones recogidos de la orilla y procedentes de los barcos náufragos, y con todo
confeccioné una balsa tan ancha como el río, o mejor dicho algo menos ancha, pero poco.
Terminado este trabajo, cargué la balsa con algunos sacos llenos de rubíes, perlas y toda clase de
pedrerías, escogiendo las más gordas, que eran como guijarros, y cogí también algunos fardos de
ámbar gris, que elegí muy bueno y libre de impurezas; y no dejé tampoco de llevarme las
provisiones que me quedaban. Lo puse todo bien acondicionado sobre la balsa, que cuidé de
proveer de dos tablas a guisa de remos, y acabé por embarcarme en ella, confiando en la voluntad
de Alah y recordando estos versos del poeta:
¡Amigo, apártate de los lugares en que reine la opresión, y deja que resuene la morada
con los gritos de duelo de quienes la construyeron!
¡Encontrarás tierra distinta de tu tierra; pero tu alma es una sola y no encontrarás otra!
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¡Y no te aflijas ante los accidentes de las noches, pues por muy grandes que sean las
desgracias, siempre tienen un término!
¡Y sabe que aquel cuya muerte fue decretada de antemano en una tierra, no podrá morir
en otra!
¡Y en tu desgracia no envíes mensajes a ningún consejero; ningún consejero es mejor
que el alma propia!
La balsa fue pues, arrastrada por la corriente bajo la bóveda de la gruta, donde empezó a
rozar con aspereza contra las paredes, y tamben mi cabeza recibió varios choques, mientras que
yo, espantado por la oscuridad completa en que me vi de pronto, quería ya volver a la playa. Pero
no podía retroceder; la fuerte corriente me arrastraba cada vez más adentro y el cauce del río tan
pronto se estrechaba como se ensanchaba, en tanto que iban haciéndose más densas las tinieblas
a mi alrededor, cansándome muchísimo. Entonces, soltando los remos, que por cierto no me
servían para gran cosa, me tumbé boca abajo en la balsa con objeto de no romperme el cráneo
contra la bóveda, y no sé cómo, fui insensibilizándome en un profundo sueño.
Debió éste durar un año o más, a juzgar por la pena que lo originó. El caso es que al
despertarme me encontré en plena claridad. Abrí los ojos y me encontré tendido en la hierba de
una vasta campiña, y mi balsa estaba amarrada junto a un río; y alrededor de mí había indios y
abisinios.
Cuando me vieron ya despierto aquellos hombres, se pusieron a hablarme, pero no entendí
nada de su idioma y no les pude contestar. Empezaba a creer que era un sueño todo aquello
cuando advertí que hacia mí avanzaba un hombre, que me dijo en árabe: "¡La paz contigo!, ¡oh
hermano nuestro! ¿Quién eres, de dónde vienes y qué motivo te trajo a este país? Nosotros somos
labradores que venimos aquí a regar nuestros campos y plantaciones. Vimos la balsa en que te
dormiste y la hemos sujetado y amarrado a la orilla. Después nos aguardamos a que despertaras
tú solo, para no asustarte. ¡Cuéntanos ahora qué aventura te condujo a este lugar!"
Pero yo contesté: "¡Por Alah! sobre ti, oh señor ¡dame primeramente de comer, porque tengo
hambre, y pregúntame luego cuanto gustes!".
Al oír estas palabras, el hombre se apresuró a traerme alimento, y comí hasta que me
encontré harto, y tranquilo, y reanimado. Entonces comprendí que recobraba el alma, y di gracias a
Alah por lo ocurrido, y me felicité de haberme librado de aquel río subterráneo. Tras de lo cual
conté a quienes me rodeaban todo lo que me aconteció, desde el principio hasta el fin.
Cuando hubieron oído mi relato, quedaron maravillosamente asombrados, y conversaron entre
sí, y el que hablaba árabe me explicaba lo que se decían, como también les había hecho
comprender mis palabras. Tan admirados estaban, que querían llevarme junto a su rey para que
oyera mis aventuras.
Yo consentí inmediatamente, y me llevaron. Y no dejaron tampoco de transportar la balsa
como estaba, con sus fardos de ámbar y sus sacos llenos de pedrería.
El rey, al cual le contaron quién era yo, me recibió con mucha cordialidad, y después de
recíprocas zalemas me pidió que yo mismo le contase mis aventuras.
Al punto obedecí, y le narré cuanto me había ocurrido, sin omitir nada. Pero no es necesario
repetirlo.
Oído mi relato, el rey de aquella isla, que era la de Serendib, llegó al límite del asombro y me
felicitó mucho por haber salvado la vida a pesar de tanto peligro corrido. Enseguida quise
demostrarle que los viajes me sirvieron de algo, y me apresuré a abrir en su presencia mis sacos y
mis fardos.
Entonces el rey, que era muy inteligente en pedrería, admiró mucho mi colección, y yo, por
deferencia a él, escogí un ejemplar muy hermoso de cada especie de piedra, como asimismo
perlas grandes y pedazos enteros de oro y plata, y se los ofrecí de regalo.
Avínose a aceptarlos, y en cambio me colmó de consideraciones y honores, y me rogó que
habitara en su propio palacio. Así lo hice, y desde aquel día llegué a ser amigo del rey y uno de
los personajes principales de la isla. Y todos me hacían preguntas acerca de mi país, y yo les
contestaba y les interrogaba acerca del suyo, y me respondían.
Así supe que la isla de Serendib tenía ochenta parasangas de longitud y ochenta de anchura;
que poseía una montaña que era la más alta del mundo, en cuya cima había vivido nuestro padre
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Adán cierto tiempo; que encerraba muchas perlas y piedras preciosas, menos bellas, en realidad,
que las de mis fardos, y muchos cocoteros...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló
discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 311ª NOCHE
Ella dijo:
...y muchos cocoteros.
Un día, el rey de Serendib me interrogó acerca de los asuntos públicos de Bagdad y del modo
que tenía de gobernar el califa Harún Al-Raschid. Y yo le conté cuán equitativo y magnánimo era el
califa y le hablé extensamente de sus méritos y buenas cualidades. Y el rey de Serendib se
maravilló v me dijo: "¡Por Alah! ¡Veo que el califa conoce verdaderamente la cordura y el arte de
gobernar su Imperio, y acabas de hacer que le tome gran afecto! ¡De modo que desearía
prepararle algún regalo digno de él, y enviárselo contigo!" Yo contesté enseguida: "¡Escucho y
obedezco, oh señor! ¡Ten la seguridad de que entregaré fielmente tu regalo al califa, que llegará al
límite del encanto! ¡Y al mismo tiempo le diré cuán excelente amigo suyo eres y que puede contar
con tu alianza!"
Oídas estas palabras, el rey de Serendib dio algunas órdenes a sus chambelanes que se
apresuraron a obedecer. Y he aquí en qué consistía el regalo que me dieron para el califa Harún
Al-Raschid.
Primeramente había una gran vasija tallada en un solo rubí de color admirable, que tenía
medio pie de altura y un dedo de espesor. Esta vasija, en forma de copa, estaba completamente
llena de perlas redondas y blancas, como una avellana cada una. Además, había una alfombra
hecha con una enorme piel de serpiente, con escamas grandes como un dinar de oro, que tenía la
virtud de curar todas las enfermedades a quienes se acostaban en ella. En tercer lugar había
doscientos granos de un alcanfor exquisito, cada cual del tamaño de un alfónsigo. En cuarto lugar
había dos colmillos de elefante, de doce codos de largo cada uno y dos de ancho en la base. Y por
último había una hermosa joven de Serendib, cubierta de pedrerías.
Al mismo tiempo el rey me entregó una carta para el Emir de los Creyentes, diciéndome:
"Discúlpame con el califa de lo poco que vale mi regalo. ¡Y has de decirle lo mucho que le quiero!"
Y yo contesté: "¡Escucho y obedezco!" Y le besé la mano.
Entonces me dijo: "De todos modos, Sindbad, si prefieres quedarte en mi reino, te tendré
sobre mi cabeza y mis ojos; y en ese caso enviaré a otro en tu lugar junto al califa de Bagdad".
Entonces exclamé: "¡Por Alah! Tu esplendidez es gran esplendidez, y me has colmado de
beneficios. ¡Pero precisamente hay un barco que va a salir para Bassra y mucho desearía
embarcarme en él para volver a ver a mis parientes, a mis hijos y mi tierra!".
Oído esto, el rey no quiso insistir en que me quedase, y mandó llamar inmediatamente al
capitán del barco, así como a los mercaderes que iban a ir conmigo, y me recomendó mucho a
ellos, encargándoles que me guardaran toda clase de consideraciones. Pagó el precio de mi
pasaje y me regaló muchas preciosidades que conservo todavía, pues no pude decidirme a vender
lo que me recuerda al excelente rey de Serendib.
Después de despedirme del rey y de todos los amigos que me hice durante mi estancia en
aquella isla tan encantadora, me embarqué en la nave, que en seguida se dio a la vela. Partimos
con viento favorable y navegamos de isla en isla y de mar en mar, hasta que, gracias a Alah,
llegamos con toda seguridad a Bassra, desde donde me dirigí a Bagdad con mis riquezas y el
presente destinado al califa.
De modo que lo primero que hice fué encaminarme al palacio del Emir de los Creyentes; me
introdujeron en el salón de recepciones, y besé la tierra entre las manos del califa, entregándole la
carta y los presentes, y contándole mi aventura con todos sus detalles.
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Cuando el califa acabó de leer la carta del rey de Serendib y examinó los presentes, me
preguntó si aquel rey era tan rico y poderoso como lo indicaban su carta y sus regalos. Yo
contesté: "¡Oh Emir de los Creyentes! Puedo asegurar que el rey de Serendib no exagera.
Además, a su poderío y su riqueza añade un gran sentimiento de justicia, y gobierna sabiamente a
su pueblo. Es el único kadí de su reino cuyos habitantes son, por cierto, tan pacíficos que nunca
suelen tener litigios. ¡Verdaderamente, el rey es digno de tu amistad, ¡oh Emir de los Creyentes!"
El califa quedó satisfecho de mis palabras, y me dijo: "La carta que acabo de leer y tu discurso
me demuestran que el rey de Serendib es un hombre excelente que no ignora los preceptos de la
sabiduría y sabe vivir. ¡Dichoso el pueblo gobernado por él!"
Después el califa me regaló un ropón de honor y ricos presentes, y me colmó de
preeminencias y prerrogativas, y quiso que escribieran mi historia los escribas más hábiles para
conservarla en los archivos del reino.
Y me retiré entonces, y corrí a mi calle y a mi casa, y viví en el seno de las riquezas y los
honores, entre mis parientes y amigos, olvidando las pasadas tribulaciones y sin pensar más que
en extraer de la existencia cuantos bienes pudiera proporcionarme.
Y tal es mi historia durante el sexto viaje. Pero mañana, ¡oh huéspedes míos! os contaré la
historia de mi séptimo viaje, que es más maravilloso y más admirable, y más abundante en
prodigios que los otros seis juntos".
Y Sindbad el Marino mandó poner el mantel para el festín y dio de comer a sus huéspedes,
incluso a Sindbad el Cargador, a quien mandó entregaran, antes de que se fuera, cien monedas de
oro, como los demás días.
Y el cargador se retiró a su casa, maravillado de cuanto acababa de oír. Y al día siguiente
hizo su oración de la mañana y volvió al palacio de Sindbad el Marino.
Cuando estuvieron reunidos todos los invitados y comieron, y bebieron, y conversaron, y rieron
y oyeron los cantos y la música, se colocaron en corro, graves y silenciosos.
Y habló así Sindbad el Marino:
LA SÉPTIMA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD EL MARINO, QUE TRATA DE
LA SÉPTIMA Y ULTIMA HISTORIA

"Sabed, ¡oh amigos míos! que al regresar del sexto viaje di resueltamente de lado a toda idea
de emprender en lo sucesivo otros, pues aparte de que mi edad me impedía hacer excursiones
lejanas, ya no tenía yo deseos de acometer nuevas aventuras, tras de tanto peligro corrido y tanto
mal experimentado. Además, había llegado a ser el hombre más rico de Bagdad, y el califa me
mandaba llamar con frecuencia para oír de mis labios el relato de las cosas extraordinarias que en
mis viajes vi.
Un día que el califa ordenó que me llamaran, según costumbre, me disponía a contarle una, o
dos, o tres de mis aventuras, cuando me dijo: "Sindbad, hay que ir a ver al rey de Serendib para
llevarle mi contestación y los regalos que le destino.
¡Nadie conoce como tú el camino de esa tierra, cuyo rey se alegrará mucho de volver a verte.
¡Prepárate, pues, a salir hoy mismo, porque no me estaría bien quedar en deuda con el rey de
aquella isla, ni sería digno retrasar más la respuesta y el envío!
Ante mi vista se ennegreció el mundo, y llegué al límite de la perplejidad y la sorpresa al oír
estas palabras del califa.
Pero logré dominarme, para no caer en su desagrado. Y aunque había hecho voto de no
volver a salir de Bagdad, besé la tierra entre las manos del califa y contesté oyendo y obedeciendo.
Entonces ordenó que me dieran mil dinares de oro para mis gastos de viaje, y me entregó una
carta de su puño y letra y los regalos destinados al rey de Serendib.
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Y he aquí en qué consistían los regalos: en primer lugar una magnífica, cama, completa, de
terciopelo carmesí, que valía una cantidad enorme de dinares de oro; además había otra cama de
otro color, y otra de otro; había también cien trajes de tela fina y bordada de Kufa y Alejandría, y
cincuenta de Bagdad. Había una vasija de cornalina blanca, procedente de tiempos muy remotos,
en cuyo fondo figuraba un guerrero armado con su arco tirante contra un león. Y había otras
muchas cosas que sería prolijo enumerar, y un tronco de caballos de la más pura raza árabe ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló
discretamente.