LA LITERATURA LATINOAMÉRICANA SE VISTE DE LUTO.

A propósito de la muerte de Mario Benedetti el pasado 17 de mayo, la revista El Malpensante desempolvó sus archivos y encontró esta pieza escrita en 1986 y publicada en la edición No. 63 de El Malpensante. A pesar de los años, esta magistral reseña conserva intacta su vigencia y el valor de su aguda relectura de la obra del escritor uruguayo, recorrida esta vez de una excepcional manera.

El caso Benedetti
Capítulo uno: El encargo
Llovía. Una tierna lluvia de otoño circulaba desde la mañana temprano sobre los vidrios coloreados de la comisaría. Suárez hizo un bollo con un papel inútil y le erró al canasto, como siempre. “Viernes”, pensó. Caminó hasta el cesto, levantó el papel, lo tiró cuidadosamente. Volvió al escritorio. La mujer y los hijos de Suárez lo habían dejado solo ese fin de semana. Pensaba con cierto rencor en la casa vacía, las horas aburridas, el sordo odio que le daba mirar televisión, nunca lo bastante intenso como para apagar el aparato antes de tragar un par de horas de estupideces. “Me vendría bien un caso suplementario. Unos pesos”, pensó, aunque sabía que lo necesitaba más como forma de pasar el fin de semana que como refuerzo económico. Para colmo, el lunes y el martes eran feriado de carnaval, dos días muertos en que bien podría quedarse en casa, si no estuviera tan sola.
A las tres y media el cabo Gurméndez le avisó que tenía una llamada.

—¿Quién es? —preguntó Suárez, molesto.
—Gonçalves.
—Páselo, páselo —dijo Suárez, mientras manoteaba un cigarrillo. “La vida te da sorpresas”, se dijo, divertido. Gonçalves casi nunca llamaba si no era para encargarle un caso extraoficial.

Después de los saludos de rigor, de las bromas, de cierto humor agresivo que usaban los dos desde que se conocieron en el entierro de Ludueña, Suárez le pregunto qué quería: estaba ocupado pero haría lo que pudiera por él.

—Es un caso delicado, Suárez —dijo la voz parca de Gonçalves, que jamás lo tuteaba—. Hay gente, no puedo decir quién, que quiere averiguar por qué Mario Benedetti, a pesar de sus ventas enormes y de la gran popularidad de algunos de sus poemas, rara vez es incluido en antologías de poesía latinoamericana.
—¿Está seguro de que es eso lo que quieren averiguar, Gonçalves?
—No le entiendo, Suárez.
—Tal vez en realidad quieran saber por qué el hombre murió en la indigencia, a pesar de que lo recibieron con bombos y platillos cuando volvió. Digo yo, como cosa mía.
—Benedetti vive, Suárez.
—No me diga. Se ve que no lee los diarios.
—El que usted dice es Di Benedetto, Suárez. ¿Qué pasa? ¿Se le mezclan las fichas con el feriado largo? —Suárez carraspeó.
—Quería saber si estaba al tanto. Ponerlo a prueba, Gon­çalves. Ya sé quién dice usted. El uruguayo.
—Eso es.

Por suerte, en cuanto Gonçalves lo corrigió, Suárez recordó que hacía muchos años, tal vez veinte, se había levantado a una empleada del Once con una conversación chispeante sobre La tregua, que un amigo le había prestado y que vio sobre el mostrador, con un marcador plástico, junto a una pila de medias para hombres.

—Por lo que yo recuerdo, el hombre es más bien cuentero —dijo.
—No, Suárez. En algún lado tiene que haber visto algo. Han hecho hasta pósters. “Porque te quiero y no...” —entonó Gonçalves.
—“Porque te tengo y no...”. Disculpe que lo corrija, Gonçalves.
—¿Vio cómo se iba a acordar, Suárez? Una memoria desordenada, pero servicial, la suya.
—Sí. El sesenta.
—No, empezó antes: en el cincuenta.
—No, no: quiero decir que lo leí en el sesenta. Lo llevaba pegado el conductor entre los chirimbolos del parabrisas. Lo tenía confundido. Creía que era de Khalil Gibran. Discúlpeme, Gonçalves.
—Disculpado. ¿Y? ¿Agarra viaje o no?
—No sé: vea, como le dije, estoy ocupado. Además creo que eso es más bien trabajo para críticos.
—No me joda, Suárez. ¿Se cree que no probé?
—¿Y?
—Nada. Gente difusa, que esquiva el bulto, gente sin espinazo, incapaz de un sí o un no definitivo. Salvo un par de tipos que le cayeron con todo: pero se notaba el odio personal. Necesito alguien objetivo, que investigue y haga un informe. ¿Usted tiene la obra?
—No, Gonçalves. A mí no me saque de Baldomero y Michaux, ya sabe. Además creo que con leer no alcanza —Suárez estaba pensando en los cuatro días muertos—. Creo que va a haber que viajar a Montevideo, investigar sobre el terreno.
—De acuerdo, Suárez. Esta gente está dispuesta a correr con los gastos. Le puedo alcanzar los pasajes hoy, a última hora. Le mando un pibe. ¿Cuánto le parece por día?
—Treinta dólares, y los viáticos.
—No estamos en California, Suárez. ¿Le parece bien doscientos australes: cincuenta por día?
—Bueno, si no hay más remedio.

Arreglaron un par de detalles más: no podía ser en avión. Los clientes tenían un canje con aliscafos. Suárez aceptó. Cuando colgó, hizo otro bollo con una hoja de papel en blanco y lo arrojó al cesto: embocó perfecto.
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